“¿Qué entiendo por individualismo?
La doctrina moral que, sin
fundamentarse en ningún dogma
ninguna determinación externa,
apela únicamente a la conciencia
individual.
Abandonar el individualismo es a lo
que la sociedad —ese ente abstracto que firmó un contrato con una ficción
jurídica, el Estado, actuando en mi nombre sin mi consentimiento ni mi
conocimiento y sin siquiera mi existencia— nos fuerza mediante la educación [3] y
las leyes, mediante el sometimiento a una voluntad ajena. Tal como indicaba
Spooner, la legitimación del “contrato social” sobre el que se asienta el
modelo político de nuestras sociedades no posee ninguna validez al haber sido
impuesto a cada individuo sin su aprobación. En su obra, No Treason:
The Constitution of No Authority, sentenciaba el propio Lysander Spooner,
ahondando sobre esa misma inviolabilidad invocada, que “los derechos naturales
de un individuo son propios contra el mundo entero, y cualquier infracción de
ellos es un crimen, da igual si ha sido cometido por un individuo o por
millones, si ha sido cometido por un individuo llamándose a sí mismo ladrón o
por millones de individuos llamándose a sí mismos gobierno” [4]. Si
entendemos que la obtención de la libertad anarca es la meta final de todo
anarquista en su fase de lucha contra todo tipo de autoridad u opresión, pareciera
que la única metodología social para conseguirlo es a través del
anarcoindividualismo, ya que sólo este enfoque de la idiosincrasia anarquista
salvaguarda en toda su extensión el principio anárquico de que nada ni nadie
pueda significarse a partir de otro individuo, así como que ningún agente
jurídico o personal pueda llegar a proclamar que ni tú ni nadie haya de
estratificarse jerárquicamente por encima de otro Único [5].
El anarquismo individualista, como
coherente resistencia dentro del anarquismo frente a las ideologías
colectivistas que pretenden sustituir el centro de gravedad de la anarquía
desde la autonomía individual a la sumisión ante lo colectivo, ha sido atacado
y rechazado desde sus inicios desde la posición de un supuesto imaginario: el
“bien común” general, contrapuesto éste al positivo “bien común” participado,
en tanto esa yuxtaposición de los objetivos comunes —temporales o estables—
entre varios individuos o entre diversos “grupos de afinidad”. Esta
conceptualización coercitiva legitimada alrededor de un pretendido “bien común”
general —justificador a la postre de la laminación de todo interés individual—
parte de la idea errónea de que la “Sociedad” es un ente real y no una simple
“construcción intelectual”, una mera comodidad del pensamiento para reducir a
una variable “única” de reflexión lo que siempre será “múltiple” e inabarcable
para el pensamiento, una simplificación interesada para institucionalizar
“valores de homogeneización” al conjunto de todos los individuos a modo de una
constante “alienación de baja intensidad”, en la que el individuo es
coaccionado a pensarse ya desde la “dependencia” y no desde la “independencia”,
sustituyendo el poder de la subjetividad individual por una impuesta
subjetividad grupal. No puede existir por tanto un “bien común” general ya que
las necesidades de cada uno de los seres que compondrían este grupo no serían
las mismas y estas no coincidirían con las “necesidades” en cada momento del
propio grupo, que se vería forzado a situarse en una posición de autoridad para
hacerlas valer y seguir dominando las relaciones entre los individuos. Este
error cimentado sobre la angostación del término “Sociedad” a una variable
única nos lo pormenoriza la propia etimología del término “sociedad". En
ella, nos es referido el término “Sociedad" como una “societas” a
modo de una “unión entre aliados", con lo cual nunca tendríamos una
“Sociedad" única, sino tantas “Sociedades” como “uniones entre
aliados" se diesen entre todo el conjunto de individuos dentro del tejido
social. En consecuencia, tampoco la “sociedad anarca” podría reducirse a un
valor de unicidad, se mantendría asimismo en el perímetro de lo plural en
función de las múltiples interacciones y asociaciones entre individuos y
“grupos de afinidad” que se generasen libremente dentro del entramado social de
la anarquía. Es decir, el concepto “Sociedad” es ese fantasma stirneriano
creado para ayudar a dar forma y mantenimiento a las relaciones jerárquicas
preexistentes o venideras impidiendo el desarrollo de los individuos de forma
horizontal e independiente, reproduciendo así ad æternum las
condiciones idóneas del marco de actuación para la continuación del "juego
de dados" revolucionario que supone ese “materialismo histórico” natural
revelado de modo despolitizado por la lucha intergrupos de la Teoría de
la Dominancia Social [6] y en esa obediencia a la lógica de la Teoría
de la justificación del sistema, a modo de ese “fenómeno a través del cual
los miembros de los grupos dominantes difunden ideas que justifican y mantienen
su poder en la sociedad (…) dando cuenta del para qué del interés en mantener
las jerarquías sociales” [7].
La anarquía es social, pero no
socialista. He aquí la gran confusión con respecto al diferendo de la anarquía
—la autonomía individual, la ausencia de coacción moral o ideológica y la libre
asociación ajerárquica—, que tiene su origen en la contaminación histórica que
el anarquismo padeció insertado en el periplo de la contienda de los grandes
metarrelatos ideológicos decimonónicos (socialismo, comunismo, anarquismo)
frente al auge hegemónico del capitalismo liberal, y bajo el singular contexto
sociohistórico de luchas sociales por la mejora de la vida de los trabajadores
en el particular modelo productivo industrial dimanado de las especiales
circunstancias de la “segunda ola” revolucionaria de Toffler [8]. Algunas
de las variantes heterodoxas de socialismo o comunismo que reclaman
también su vinculación con el anarquismo, son en
efecto “cuasianarquistas”, en su rechazo casi total de toda forma
de “arquismo”, aunque esa apuesta no sea completa, ya que siguen
manteniendo latente el “arquismo” residual de la ideología
planificadora, no pudiendo conducir nunca por tanto a
la “anarquía” en esa sostenida obediencia a un reglamento ideológico
no concursado por la voluntad individual, sino como introyectada guía e
imposición estructural y moral de una serie de convenientes prescripciones
(auto)disciplinarias acerca de las relaciones “aconsejables” entre los
individuos, a la manera del anarcocomunismo kropotkiniano y ese “peligro
centralizador y dirigista” [9] que Leroux encontró en
el socialismo de Saint Simon, en tanto orden social planificado y no
un orden social espontáneo y heterogéneo conforme a la libre asociación entre
individuos autónomos. En la descodificación de la propia etimología
de “socialismo” hallamos la presencia indisimulable de
ese solapado “arquismo” residual que mantienen las
variantes “anarquistas” del socialismo o comunismo en tanto proyecto
social general —y no como mera opción voluntaria de un individuo o “grupo
de afinidad”—, en tanto remanente de esa ideología reaccionaria al peligro
de dominación y explotación del hombre por el hombre del individualismo
absoluto en el liberalismo extremo, instalándose como antídoto moral y
socioestructural para combatir en un nuevo paradigma comportamental
introyectado —sustituyendo de forma extrema individualidad por colectividad y
competición por cooperación—, las principales amenazas
del “individualismo dominante” del “estado de
naturaleza” hobbesiano: la desigualdad basada en la coacción y el
enriquecimiento especulativo sustentado sobre el trabajo ajeno. En su
descomposición etimológica, la voz “socialismo” queda diversificada
en la unión del término “social” procedente del latínsocius que
significa compañero o aliado con el término “ismo” del latín ismus,
que nos remite a doctrina o sistema, siendo por ello necesario hablar
de “socialismo” en cuanto a la doctrina o la sistematización de
lo social en todo lo relativo a esas relaciones que se establecen entre
aliados. A lo largo de la historia, bajo ese espíritu sistematizante, han sido
teorizadas diversas doctrinas para “ordenar” las relaciones sociales
de los individuos, para “revolucionar” y a posteriori “regular” con
diferentes intencionalidades politicas la mecánica “social”, desde el
socialismo utópico de Owen, Saint-Simon, Fourier y Louis Blanc al
socialismo verdadero de Grün, Hess, Kriege y otros jóvenes hegelianos que, en
el eclecticismo surgido de la fusión entre la ética de Feuerbach y la
influencia discursiva del socialismo utópico francés e inglés, se opusieron a
toda lucha de clases y revolución proletaria en una defensa superior del amor
fraternal y la conciliación pacífica de las contradicciones sociales mediante la
persuasión y no mediante la violencia; desde el socialismo guildista que,
en la Inglaterra de principios del siglo XIX, propugnaba la trasformación de
los sindicatos en guildas para obtener el poder de gestión colectiva de las
industrias al socialismo ético que, en la interpretación neokantiana del
socialismo, hace residir la transformación política en la aplicación de la
ética kantiana sobre el eje de la solidaridad tal como ésta es formulada a
partir del Imperativo categórico kantiano; desde el socialismo corporativo que
pretendía rescatar los sistemas de gremios medievales al socialismo cristiano
de Lammenais y Kingsley que entona “Cristo fue el primer
social-demócrata”; desde el socialismo científico de la lucha de clases y la
colectivización de los medios de producción como motor de cambio sociopolítico
al ecosocialismo primitivista que aboga por el regreso a una idealizada época
pre-industrial; desde el socialismo de estado que en los programas de
asistencia no persigue acometer la emancipación de las masas sino
paradójicamente la intensificación de su sometimiento al socialismo libertario
que vive en permanente contradicción entre la afirmación inconsciente y la
voluntariosa negación de toda forma coercitiva de autoridad y jerarquía social.
Todas estas doctrinas resultan incompatibles en
tanto “sistematizante” marco moral general —dada la necesaria
articulación ideológica coactiva sobre la autonomía individual—, con
la “sociabilidad” específica de la anarquía, siempre plural y heterogénea,
en base a la especificidad de cada una de las libres interacciones entre
individuos. El error de todo “socialismo” cuando se radicaliza
en el “ismo”, en la inercia de lo doctrinario, en esa "fuerza
guiada" como criticaba con acierto Bruno Bauer, es tratar
de “prescribir” de antemano esa “sociabilidad” que entre
individuos libres no puede más que escribirse en el ámbito de lo
espontáneo y lo voluntario, en el dominio de lo temporal y no de lo permanente.
En esa diferencia sustancial —entre un organizado proyecto social y una
espontánea creación voluntaria—, es donde siempre mereció la ideología
socialista el significado peyorativo que le adjudicó el mismo Leroux, el mentor
del término “socialismo”, en cuanto amenaza de una planificación
abusiva de la sociedad. Los argumentos de los anarcocolectivistas para rechazar
el enfoque del anarcoindividualismo en su comprensión de la anarquía —pese a
este evidente “arquismo” inscrito en su pensamiento—, se basan
principalmente en la custodia vigilante de este corpus doctrinal de dogmas
socialistas para garantizar el cumplimiento general de la moral de ese supuesto
“bien común” general y todos los axiomas socioeconómicos relacionados con el
sacrificio conjunto en aras de un pretendido “bienestar general”, privilegiando
así a modo de valor superior la experiencia colectiva sobre la libertad del ser
individual.
En todas las corrientes colectivistas, desde el anarcosindicalismo al
anarcocomunismo, el ideal socialista otorga primacía a los objetivos
comunitarios sobre el individuo. En algunos casos este predominio se escenifica
mediante fórmulas de organización discriminatoria o asambleas decisorias en las
se continúan tolerando la reproducción de seguidismos o liderazgos sutiles y,
en otros casos, directamente, teatralizada esta supremacía en forma de
instituciones opresivas reproduciendo subliminalmente, en una lógica freudiana,
la misma estructura que había sido objeto de desborde durante el periodo de
lucha revolucionaria. Como sentencia Durkheim, la implantación de una moral
colectivizante es la clave de este tipo de sociedades socializadas sobre
principios rectores, debiendo de movilizarse para ello la conformación de esa
moral que acabe convirtiéndose en “una voz que al tiempo es y no es la del
individuo” sino que es ya la del “grupo social que se representa en términos de
virtud”, y en la que esa voz moral se acaba consolidando como “el vínculo que
cada individuo establece con su grupo de pertenencia” y que en último término
regula todo “el comportamiento sin coacción externa, ya que cada cual asume la
existencia común con una devoción que podemos describir, siguiendo a Rousseau,
como una religiosidad civil” [10]. El triunfo social de esa “moral
colectivizante” es alcanzado solamente en el instante cuando ésta se
“introyecta” como un elemento constitutivo del carácter del individuo,
entendiendo esa introyección —de acuerdo a Melanie Klein— en tanto esa
operación inconsciente en donde los elementos de los grupos a los cuales se
pertenece se interiorizan para configurar la personalidad [11]. Este
ensalzamiento moral del “grupo social” frente al individuo anarquista lo
encontramos de manera explícita en la definición de anarquismo que formula el
anarcocolectivista Kropotkin a propósito de la decimoprimera edición de la Encyclopædia
Britannica de 1905, cuando expone que el anarquismo es “el nombre dado
al principio o teoría de vida y conducta bajo la cual la sociedad no es
concebida con gobierno (…) sino por libres acuerdos pactados entre los varios
grupos, territoriales y profesionales, libremente constituidos para el
beneficio de la producción y consumo” [12]. Esta apología kropotkiniana
del “grupo” como unidad básica de interacción social convierte de facto a la
corriente anarcocolectivista en otro “arquismo” [13] en cuya
racionalidad grupal y gremial vuelve a someterse a opresión al individuo
anarquista —manteniendo activa la dinámica histórica de soberanía autoritaria
sobre el individuo al reproducir la “violencia mítica” de Benjamin aunque en su
variante de “conservación de derecho” y no como “fundación” [14]—,
traicionando así en reveladora paradoja el primer mandamiento insobornable del
anarquismo de no oprimir ni someter a autoridad externa a ningún individuo.
El socialismo libertario —mal llamado
anarcosocialismo, tal como el comunismo heterodoxo toma prestado de forma
abusiva el término anarquismo—, se sitúa de este modo fuera del proyecto de la
modernidad, que como sentencia Todorov está relacionado “con la autonomía del
individuo” [15] y que rompe de forma drástica con toda la filosofía
aristotélica y el enfoque clásico de las Ciencias Sociales, para las cuales “el
individuo es un ser que se construye desde la vinculación con la sociedad y
cuyo comportamiento está fuertemente determinado por su pertenencia a una
comunidad” [16]. En el curso de esta revolución individualista de la
modernidad —alrededor de una creciente independencia del individuo que Alexis
de Tocqueville sintetizaba como esa potencia subversiva del ser humano para
combatir el peligro que significa el poder que un grupo ejerce sobre los
individuos—, destacan el proyecto liberal (basado sobre una concepción
antropológica del ser humano y una defensa de la actividad vigilante y
mediadora del Estado) y el proyecto libertario (fundado sobre la autosuficiencia
y emancipación radical del Ser en ausencia extrema de ningún tutelaje externo),
ambas corrientes individualistas opuestas en general a ese “determinismo
social” sobre el que se caracterizaban las sociedades premodernas (o antiguas),
tal como observamos en la antigua Grecia en donde “sólo era posible ser alguien
en lo público”, provocando como derivada que la identidad estuviese
“fuertemente ligada a la acción de pertenecer a una colectividad”[17]. En este
sentido, toda ideología colectivista puede entenderse como una nostalgia
premoderna, opuesta a las diferentes corrientes emancipatorias del individuo
que corren desde la Ilustración y que como bien resume Taylor, en su obra El
Atomismo, definen la modernidad en tanto esa ruptura histórica en la que la
sociedad ya no es quien determina al individuo, sino que es ya el individuo
quien determina la sociedad.
El imaginario del pensamiento colectivista suele situar también en general en
los tiempos prehistóricos, validando el parecer de Eckersley, el nacimiento del
“aparato conceptual de dominación”[18], idealizando en cuanto referente central
de su ideología todo ese tiempo evolutivo particular anterior al nacimiento de
ese aparato de dominación, ese periodo histórico de “las tempranas sociedades
tribales, ampliamente no-jerarquizadas, igualitarias y modos cooperativos de
existencia en los que las comunidades humanas estaban integradas dentro de una
comunidad más amplia con la naturaleza” [19]. De aquí emerge el error más
significativo de la ideología colectivista, concediendo rango de “normalidad” a
esa “anormalidad” histórica, no percibiendo que esas idealizadas “comunidades
primitivas” se encontraban —como cualquier otra población alienada—, bajo la
coerción limitante de la falta de autonomía individual por la insuficiencia de
recursos y la hostilidad del entorno, viéndose obligados por este motivo a
sostener como estrategia de supervivencia una simbiosis de forzada tendencia
simétrica y una estricta moral de grupo bajo el dictado rígido del “familismo
amoral” [20] (no eliminando nunca así, respectivamente, ni cierta
jerarquización intergrupal ni una moral de subyugación individual). El
colectivismo primitivo estaba fomentado por tanto por unas condiciones
especiales de (infra)existencia que impedían el crecimiento autónomo del
individuo y la expresión de su “único” (einzige), condicionado por esa
coacción “socioambiental” y la debilidad de sus individuos participantes sin
autonomía ni fortaleza para ser “auto-propietarios de sí” (Selbsteigentum) [21].
En la actualidad, el pensamiento colectivista sigue obedeciendo al culto de
esas idealizadas “condiciones sociopolíticas” prehistóricas tratando de
reproducirlas de forma autoritaria a través de la lucha de las ideologías,
equivocando la diana tal como demostró el discurso stirneriano frente al
discurso marxista, puesto que el conflicto de jerarquización y dominación
social no está en relación directa en última instancia con las “estructuras”
sino con la (in)acción de ese “individuo” falto de conciencia libertaria que
bien potencia o bien acata esas estructuras; no siendo el “aparato de
dominación” más que la “proyección estructural” de las sucesivas luchas
interindividuales e intergrupales entre “individuos débiles” e “individuos
fuertes” dentro del remanente “estado de naturaleza” hobbesiano, influido
todavía de forma determinante por ese “sujeto animal” que siempre acaba
haciendo de contrapeso anulador de la posibilidad de ese libre albedrío
ajerárquico de un “biotopo libertario”. Por ello, la alternativa colectivista
no puede ser calificada más que como una “ideología débil” para el transcurso
de esos tiempos y coyunturas excepcionales en los que a la “autónoma” y
“diferenciadora” acción individual anarca se vuelve recomendable el sacrificio
de la autonomía individual en el asociacionismo forzado del grupo (contrario a
la lógica voluntaria del mutualismo siempre en presencia de autonomía e
independencia individual de todas las partes). La deriva colectivista puede ser
definida por este motivo como una “reacción simbiótica” impuesta por el
“entorno amenazante” en situación de dependencia y en condiciones precarias de
autonomía individual, tal como es por ejemplo en la naturaleza el caso de la
acción asociacionista de los cardúmenes de peces, quienes en tiempos de
necesidad específica y hostilidad del entorno (periodo reproductivo hacia la
zona de desove o fase de alevinaje [22]), renuncian a su individualidad
para garantizar su supervivencia y luchar en el seno de un “ente colectivo”
sustanciado alrededor de la sumisión voluntaria de otros individuos en
precario. Por esta razón, en ese proceso “dirigido” de reconstrucción social de
esas idealizadas sociedades primitivas es donde aparece la primera grave
incoherencia de las corrientes colectivistas incompatible con el ideario
anarquista, puesto que el “asociacionismo” socialista es irreconciliable con el
“mutualismo” anarquista por una diferente predisposición de autonomía y libre
contexto de sus actores participantes. Siendo en este mismo punto donde se
empiezan a bifurcar las “autoritarias” dinámicas sociopolíticas de estos tipos
de “anarcocolectivismos” —supeditados y homogeneizados por las
necesidades comunes del colectivo— de ese inconfundible fluir heterogéneo de la
idiosincrasia anarquista propiciado por el desarrollo social anárquico de la
“auto-teoría” de cada individuo o grupo de afinidad [23], precipitándose
por contra estos “anarcocolectivismos” a partir de entonces en esa alienante
“realidad abstracta” de lo ideológico como señala Jason McQuinn en su crítica
post-izquierdista de las ideologías [24], realidad paralela que atenta
contra el mencionado principio de Ryner de no injerencia externa —moral o
dogmática— sobre la conciencia individual, al “prescribir” y “limitar” las
formas y relaciones en la que los individuos han de concretar esa futura
“sociedad anarquista”.
El catecismo escrito por Murray
Bookchin, Anarquismo social o anarquismo personal: Un abismo
insuperable [25], es una buena muestra de esa tendencia dogmática de
los anarquistas colectivistas de signo contrario al anarquismo, ese secuestro
“reduccionista” del anarquismo en las lindes de la ideología, estrangulando la
pluralidad expresiva de todos esos individuos anarquistas que no estén dentro
del “cercado ideológico” del dogma socialista. El caso de Murray Bookchin es
altamente simbólico en cuanto a la fidedigna exposición de los rasgos de ese
típico “terrorista de la teoría” [26] cuya predilección personal se
centra en “inventar sociedades” imponiendo al resto de individuos su particular Weltanschauung (“visión
del mundo”) aprovechando y manipulando la coyuntura sociopolítica propicia, tal
como prueba su largo curriculum de “ingeniero social”, primero comunista, luego
trotskista, posteriormente profeta del ecologismo social, después disidente del
anarquismo tras no conseguir instrumentalizarlo en su beneficio, antes de
finalmente terminar fundando su propio movimiento de socialismo libertario (Communalism).
Ese carácter de ideólogo vocacional y “revolucionario profesional” queda bien
resumido en las palabras de John Clark, uno de sus seguidores, cuando éste
manifiesta a propósito de la deriva de Bookchin, “si tus esfuerzos por crear tu
propio movimiento de masas han sido patéticos fracasos, encuentra algún
movimiento más y trata de liderarlo” [27]. La trayectoria de Murray
Bookchin constituye por este motivo el perfecto ejemplo del actor ideológico
del anarquismo clásico “sobreidentificado con la izquierda” [28] que
sigue formulando en el presente la crítica a las nuevas corrientes del
anarquismo y al individualismo anarquista desde esa posición inmovilista propia
de los “dinosaurios del anarquismo” [29] incapaces de pensar la
anarquía política lejos de los clichés y dogmas del izquierdismo radical, y sin
llegar a entender todavía que precisamente el diferendo político del anarquismo
nunca fue la imposición de una Weltanschauung(“visión del mundo”)
al resto de individuos anarquistas, sino la convivencia y retroalimentación
positiva de millones de “Weltanschauungs” creadas como “diferencia
individual” (einzige) por millones de individuos anarquistas
interconectados en un paradigma de asociación voluntaria bajo la idiosincrasia
anarquista (autonomía individual, libre asociación ajerárquica y rebelión ante
toda coacción o dominación social propia o ajena). Tanto en este caso, como en
el resto de casos similares de clásicos anarquistas, sorprende aún el hallazgo
del no rechazo a las imposiciones morales y sociales aprendidas del sistema, y
en cómo en la supuesta oposición al sistema acaban creando —conscientemente o
no— otro “sistema” traicionando la ontología anarquista. En el relato de la
posición de Bookchin esta sorpresa se convierte incluso en burlesca
contradicción: basta recordar la crítica del socialista denunciando las razones
del fracaso de la propia ideología marxista como resultado de ser “una
sociología burguesa” por la “imagen burguesa de la realidad” del propio Marx,
lo que conducía a un “capitalismo de Estado” en lugar de a un socialismo
liberador [30]. En la construcción de todo “sistema social”, valores
abstractos como moralidad y su correspondiente positivo, las leyes, son creados
para dominar y crear un patrón de comportamiento común que garantice la existencia
visible y reconocible de tal sociedad como “agente jurídico”. Ello impone unos
límites que son impresos en los seres desde temprana edad, educando en una
obediencia sin objeciones. Cualquier disidencia sobre la moral o la ley
“sistematizada” es castigada. Así pues, cada “Sociedad” se basa en un orden
creado por el miedo y el castigo, salvaguardado por leyes y coacción. En el
modo en que todos los profetas como Murray Bookchin construyen la utópica
“sociedad socialista” —en cualquiera de sus variantes— existe una metodología
coincidente de creación de instituciones sociales educativas y valores
abstractos que también someten y limitan al individuo a un tipo de
comportamiento “sistematizado”.
Pese a los ridículos intentos de
reducir el individualismo anarquista a un inoperante lifestyle sin
posibilidad de influir en la confección revolucionaria de un tejido social
anarquista, los individualistas, rechazando toda imposición social o ideológica
que coarte su libertad y potencia individual, garantizan paradójicamente mejor
que nadie la base y mecánica social más apta en cuanto la representación
congruente de la idiosincrasia anarquista —ese marco de operaciones no regulado
ideológicamente sino configurado sobre la operatividad de la ídios (singular) sýnkrasis(temperamento)
del individuo anarquista—, para el eficiente desarrollo integral de una
consecuente “sociedad anarquista”. El individualismo anarquista siempre ha
concebido esta mecánica social —lejos de la risible caricatura de una sociedad
de ermitaños aislados entre sí—, a través del paradigma mutualista y a través
de la asociación voluntaria, mediante las interrelaciones entre los individuos
bien mediante las uniones de egoístas o bien mediante lo que posteriormente
definirían tanto E. Armand como Hakim Bey como grupos de afinidad [31].
Stirner proponía por su parte la constitución de “uniones de egoístas” formadas
por individuos libres para colaborar y crear, sin que se volviese necesaria la
permanencia en el tiempo de estas uniones. Esa unión stirneriana es renovada
por las partes en base a su propia voluntad (voluntad individual que nos remite
tanto al concepto nietzscheano will to power habitualmente
traducido por “voluntad de poder” como a la experimentación individual acerca
de la repetición y la acción diferenciadora deleuzeana [32] en el
contexto de nuestro singular devenir como individuo). En el despliegue de la
mecánica social anarcoindividualista no existe por tanto ningún asomo de
sociopatía o aversión social, sino una dinámica de interacción social
compatible con la autonomía del individuo, estructurada sobre la potencia del
“egoísmo stirneriano” que siempre ha sido objeto de constante malentendido por
el desconocimiento o conocimiento superficial de los que critican sin conocer
sus fundamentos el individualismo libertario (diferente al individualismo
liberal), llevándoles a confundir siempre en grave error “egoísmo” y
“egocentrismo” [33]. En una unión de egoístas es
indispensable que las relaciones se establezcan entre iguales, entre dos o más
Únicos (Einzige). El egocentrismo, en cambio, pretende situar al ego del
sujeto como centro de dominación, no como un Único sino como un señor, como un
dueño, como un amo anulador de individualidades.
Muchos son los autores que han
criticado el individualismo desde el que se ha desarrollado la corriente
anarcoindividualista —normalmente en flagrante confusión entre el
“individualismo liberal” (individuo hobbesiano aún atado al “estado de
naturaleza” y los condicionamientos antropológicos de la especie) y el
“individualismo libertario” (individuo anarquista que se ha transvalorado desde
el sujeto animal y ha desarrollado su máxima potencia individual sin dominar ni
someter la potencia individual de otro Único)—, siendo en este aspecto el
ataque más extenso aquél surgido de Marx y Engels. En su obra La
filosofía alemanadedican la parte más extensa del libro a desmenuzar El
Único y su propiedad con tono satírico e incluso con despreciativos
ataques ad hominem. Las críticas posteriores al individualismo
anarquista contienen muchos de los “argumentos” de estos autores, recordemos,
contrarios al propio anarquismo incluso en sus formas más sociales. Marx con la
crítica a Stirner comienza su ataque a los anarquistas (aunque no se considere
entonces a Stirner como anarquista por el influjo del socialismo sobre el
ideario anarquista) tras ver sometidos a un demoledor juicio sus dogmas y
tratados a modo de mandamientos de una nueva religión [34]. Las lecturas
críticas de la obra de Stirner como por ejemplo por parte de Paul Thomas, le
acusan por costumbre de concebir la liberación envuelta simplemente en el
cambio de creencia del individuo en relación con la superación de esas “ideas
fijas” —Estado, familia, individuo— transformadas en “realidades opresoras” e
ignorando por contra las realidades materiales del aparato económico y social.
Sin embargo, la crítica stirneriana en ese señalamiento de la necesaria
“desalienación” del individuo y recuperación de su “unicidad” (einzigkeit)
resultó ser más eficiente en el cálculo revolucionario que la crítica
materialista del marxismo, como enseguida demostraría el fracaso de todas las
revoluciones socialistas puesto que de nada sirve cambiar el aparato económico
si no hay un individuo nuevo y autónomo que pueda dotarlo de verdadera
motricidad social. En su obra, Max Stirner, el teórico anarquista
Saul Newman señala justamente esa clarividencia anticipada que supone el
enfoque stirneriano, describiéndolo como ese proto-postestructuralista que en
su lúcido análisis deconstructivo del “sujeto” se adelantó al trabajo de los
modernos postestructuralistas como Foucault, Lacan, Deleuze y Derrida que
aportaron el sedimento para las actuales reflexiones sobre el “individuo” en la
corriente del post-left anarchism. En esa misma línea, pone también
el acento Newman sobre la importancia que tiene en la obra stirneriana el
señalamiento de la “sumisión voluntaria” de los individuos para el pensamiento
político contemporáneo, subrayando que el “relato stirneriano sobre el problema
de la servidumbre voluntaria es un gran y valioso recurso al cual los teóricos
políticos radicales de nuestro tiempo deberían de poner más atención” [35].
Al mismo tiempo, en esa mención de la cuestión de la sumisión patológica del
individuo, Stirner revelaba que la solución de todos los males sociales no
estaba en la estructura sino en el individuo, advirtiendo simultáneamente que a
la caída de los viejos dioses seguiría igualmente una época de adoración de
nuevos dioses, incluso entre aquellos que ya se vanagloriasen de sentirse
libres del viejo culto destronado [36]. En la actualidad, el viejo culto
de la ideología marxista ha caído ya en el ciclo precario del paganismo, y sus
creyentes continúan disfrazando su adhesión bajo diversos formalismos retóricos
y eufemismos llamados a ese tacticismo ideológico de hacer pasar lo viejo como
lo nuevo, pues muy pocos autores reconocen su influencia, ya que, salvo
nostalgia o fanatismo, es complicado admitir unas teorías que, tanto desde el
punto de vista libertario —en su sentido más amplio— como desde la evaluación
de su impacto anti-capitalista, resultaron y siguen resultando un estrepitoso
fracaso socioeconómico y sociopolítico.
Sin embargo, pese a décadas de
malinterpretación —intencionada o no— de la obra de Stirner, el pensamiento
stirneriano es actualmente reivindicado por los anarcoindividualistas y
anarcoinsurreccionalistas [37] que nunca abandonaron su
individualidad ni sometieron su criterio ni su actuar a asamblea alguna, pero
también por anarcosindicalistas [38], siguiendo, con cuarenta años de
retraso, la evolución de la izquierda revolucionaria desde el situacionismo
—los mismos componentes de Tiqqun/Comité Invisible viven en una Libre
Unión de Individuos y llaman a actuar en pequeños grupos de afinidad y
no en colectivos abanderados con su ejército de infiltrados—, identificándose
ellos mismos más allá de la lógica proletaria marxista con la base
revolucionaria del pensamiento stirneriano en la que el obrero encuentra
finalmente en sí mismo al “vagabundo intelectual” stirneriano, esos individuos
irreductibles que “se sobreponen a las ataduras de la tradición y marchan
salvajes con su imprudente juicio crítico e indómita manía para dudar”, todos
esos que “forman parte de la clase inestable, voluble y sin reposo del
proletariado”, todos esos que “si dan finalmente voz a su naturaleza inquieta
son llamados ‘cabezas rebeldes’” [39]. No debe extrañar pues que
actualmente todas las vanguardias anarquistas, desde el Primitivismo al
Post-Left Anarchism, pasando por el Anarcofeminismo [40] y el
Eco-anarquismo, tengan sus raíces en el pensamiento stirneriano e
individualista y no en el de los ideólogos del comunismo estatalista.
En nuestros días parecería más
necesario que nunca fijar una serie de objetivos para actualizar la visión del
anarcoindividualismo, descargándolo de los recelos y prejuicios conducidos por
la corriente colectivista en su ofensiva por seguir apropiándose
ideológicamente del movimiento anarquista. En primer lugar, en ese rescate de
la coherencia anarquista que supone este individualismo —tal como hace notar
David Graeber al identificarlo como único defensor de la “cultura horizontal”
representativa del anarquismo frente a los “bisagras” colectivistas partidarios
todavía de ciertas jerarquías autoritarias de tendencia verticalizante— se hace
apremiante la tarea de librarse de las ideas preconcebidas contaminadas por el
marxismo en todo lo referente a Stirner y el individualismo libertario. En este
sentido, cabe reseñar el desahogo que supone constatar la vitalidad que ha
seguido teniendo la obra de Stirner, manifestando la importancia de su obra en
la gran influencia que siempre ha despertado entre anarcoindividualistas como
Renzo Novatore, Bruno Filippi, Giuseppe Ciancabilla, Albert Libertad y, a
través de la obra de Nietzsche [41] en tantos otros filósofos y
literatos como Sartre, Albert Camus, Hamsun y Oscar Wilde. En la actualidad
Hakim Bey, Bob Black, John Zerzan, Jason McQuinn y Wolfi Landstreicher/Feral Faun/Apio
Ludd reconocen ser influidos por la obra de Stirner. Sin embargo, desde las
filas del anarquismo clásico, tal apología del individuo sigue despertando
oposición del mismo modo que Kropotkin no entendía la superioridad y coherencia
de las interrelaciones ni sociales ni económicas entre individuos soberanos
como las vemos los anarcoindividualistas, a causa de su propia incapacidad para
concebir una sociedad sin estructuras de dependencia, sin comunismo, sin
comprender, en suma, la dinámica social de la verdadera anarquía sostenida
sobre “la heroica belleza del ‘Yo’ anti-colectivista y creador” [42].
Desde esa posición clásica —vinculada aún a la filosofía aristotélica y el
“determinismo social” del enfoque tradicional de las Ciencias Sociales—, se reconoce
a la sociedad a la manera de un “ente” a defender por encima de los individuos
que la forman para garantizar ideológicamente un cierto modelo social concreto,
defendiendo esos valores impuestos a cualquier coste, llegando a sacrificar
incluso para ello la vida de las personas.
En segundo lugar, se hace igualmente
apremiante el ejercicio crítico contra ciertos prejuicios instalados sobre el
individualismo en lo referente a la confusión acerca de los desacuerdos
existentes entre el “individualismo liberal” y el “individualismo anarquista”
—es decir, entre un “individualismo dominante” frente a un “individualismo
armónico”, de acuerdo a la acertada distinción realizada por Ryner condenando
esos “egoísmos agresivos y dominantes (…) que extienden la ley brutal de la
lucha por la vida a las relaciones entre los hombres” [43]—, perfilando de
este modo las matizaciones obligatorias a la afirmación gratuita y superficial
de Chomsky cuando sentencia de manera equivocada que “no hay diferencias entre
anarquismo y liberalismo clásico”, tan equivocado y desorientado por otra parte
como cuando el propio Chomsky, reflexionando sobre la sociedad anarquista,
manifiesta que concibe “el anarquismo como una especie de socialismo
voluntario, es decir: como un socialismo libertario, o como un
anarcosindicalismo, o como un comunismo libertario o anarquismo comunista,
según la tradición de Bakunin, Kropotkin y otros” [44]. Existe en este
aspecto un amplio margen de estudio no abordado todavía con detalle acerca de
la naturaleza del individuo liberal y del individuo anarquista, trabajo que el
liberalismo político que va de John Locke a John Rawls pasando por Kant,
Tocqueville y Stuart Mill siempre pasó por alto, en oposición a la precisión
con la que abordó por su parte Stirner su compleja reflexión sobre el individuo
en general y los condicionantes asociados de manera específica para el
surgimiento histórico del individuo anarquista. Incluso en la vertiente más
extrema del liberalismo en la tradición anglosajona —la corriente libertarian de
signo antiestatalista— ese individualismo sigue representando a un individuo
incompatible con la idiosincrasia anarquista tal como es explicada por el
“individualismo armónico” de Ryner, y es, al contrario, recreador de un
“individualismo dominante” que simpatiza con un sistema económico de
dominación, que sigue dando cobertura a la explotación del "trabajo
asalariado" y no a un trabajo autónomo o cooperativo como potencia
creativa y libre autorrealización personal, que sigue dando cobertura a la
usura y a la especulación del trabajo ajeno, a la acumulación de capital/bienes
y a la propiedad como abuso y no como uso (la propiedad no como derecho de uso
y abuso siguiendo el principio de derecho romano del jus utendi et
abutendi, sino de acuerdo a la crítica proudhoniana de la propiedad
sólo en tanto jus utendi, como recíproco e igual derecho para todos
de uso y ocupación, no como "apropiación" exclusiva sino como mera
"posesión" contingente), manteniendo en general así en la cobertura
de todas esas potencias coercitivas las mismas estructuras económicas
capitalistas de opresión pese a su decidida liberación del estatalismo
intervencionista y del mercantilismo monopólico y oligopólico. Cuando Josiah
Warren aboga por “una sociedad voluntaria organizada alrededor del individuo
como unidad básica”, no habla todavía de un individuo anarquista ni de una
dinámica social realmente anarquista, para ello es aún preciso que ese
individuo esté activamente comprometido en la autoemancipación de todas las
relaciones de dominación-sumisión del “estado de naturaleza” hobbesiano y de
los automatizados condicionamientos antropológicos de la especie que atentan
contra la autonomía real del Único (einzige) y, sobre todo, es preciso
que comprendiendo la tesis de la “espectralidad del pensamiento” de Panizza
esté dispuesto también a pronunciar en voz alta: “si no destruimos el
pensamiento, el pensamiento nos destruye” [45]. En la tradición
antiestatalista del liberalismo radical —que el propio Warren inaugura y
posteriormente desborda con su particular anarcoindividualismo mutualista,
convirtiéndose en el primer anarquista americano [46]— la aparición de ese
individuo anarquista es escasa, siendo más bien constatables los ejemplos de
los individuos adscritos —pese a otras tangenciales congruencias anarcas como
en el caso del propio Tucker— a la lógica final de la sociedad ideal proclamada
por su discípulo libertarian Benjamín Tucker, ese tipo de
“sociedad por contrato” en la que no resulta rechazable en esencia que un
individuo firme un contrato lesivo o autodestructivo para sus intereses o
integridad, tolerando e incluso fomentando de esta manera la sumisión
voluntaria de cualquier individuo en tanto un ejercicio más de “libertad” y no
como signo de opresión exterior. El conjunto de este ámbito de discordancias
filosóficas y prácticas entre las diversas tendencias del “individualismo
liberal” y el “individualismo anarquista” puede sustanciarse fundamentalmente
en relación con los conceptos de “libertad negativa” y “libertad positiva”
pertenecientes al pensamiento político de Isaiah Berlin [47],
representando la “libertad negativa” de la corriente libertarian anglosajona
un pasivo escenario estructural que no es regido por la presencia de coacción,
pero en el que en la interrelación de sus individuos sigue reproduciéndose la
dominación interpersonal y la falta de autonomía individual. Mientras que en el
ejercicio de la “libertad positiva” de la corriente del individualismo
anarquista se reproduce un escenario social en el que todo individuo, en el
requerimiento del ejercicio comprometido y activo de su autonomía y voluntad de
independencia, tiende a eliminar de forma natural todo rastro de coacción tanto
estructural como individual. A modo de residuo final, será exclusivamente ese
individuo anarquista el único capaz de la adquisición de un verdadero sentido
de pertenencia a la “familia humana”, dando la razón a Richard Bach cuando
manifiesta que “el vínculo que te une a tu auténtica familia no es de sangre,
sino de respeto y de goce mutuo”.
Por último, otro de
los objetivos que debería de asumir el individuo anarquista de forma
contundente —en su ejercicio activo de la idiosincrasia anarquista como esa
defensa radical de la autonomía, la libre asociación voluntaria ajerárquica y
la rebelión ante toda coacción o dominación social propia o ajena— es abandonar
ese complejo a parecer asocial y descomprometido con el progreso del conjunto
de esa ideologizada abstracción llamada “Sociedad” que intenta dar forma reconocible
a toda esa anarquía interindividual que se extiende más allá de uno mismo, tal
como desliza temeroso Jean Marestan en el cierre de su artículo Mi
concepción del individualismo cuando sentencia condicionalmente que
defiende el individualismo “en toda su dimensión, donde no se oponga al
progreso social, ni a la observación de esas reglas elementales de sociabilidad
cuyo beneficio desearíamos para nosotros mismos” [48]. El individualista
anarquista, contrario a ese debilitador “complejo social” de Marestan, debe
defender su unicidad (einzigkeit) sin condiciones ni asteriscos, sin
abogar por ningún vector de unificación ni homologación con el entorno. La
virtud de una “sociedad anarquista” que reposa sobre la autonomía y la
iniciativa individual de naturaleza anarquista es precisamente que los
individuos que la componen, en esa defensa radical de su unicidad, actúan a la
vez como “agentes de ruptura” (abriendo siempre nuevos espacios y estímulos
vitales) y también como “agentes de corrección” (cuestionando inercias puestas
en marcha por individuos o grupos de individuos), es decir, pone en juego a la
vez a irreductibles Hakim Beys abriendo nuevas posibilidades existenciales y,
en positivo contraequilibrio, a críticos Zerzans cuestionadores de los rumbos
priorizados por la acción u omisión del resto de individuos. Contra esos
complejos de los que da buena prueba Marestan y esa declaración condicionada
acerca de su individualismo debe subrayarse, además, que sólo la anarquía
entendida de forma categórica sobre la independencia e iniciativa individual y
emancipada de la lógica de cualquier poder soberano o dependencia exterior
ajena a la voluntad individual es capaz de maximizar el paradigma de la
complejidad de Morin [49], la única capaz de ejecutar de forma satisfactoria
la “huelga humana” de Fontaine que “ataca las posiciones económicas, afectivas,
sexuales y emocionales en las que el sujeto se encuentra aprisionado” [50],
la única capaz de concretar en última instancia una “política no biopolítica”
convirtiendo la “nuda vida” en “forma de vida” siguiendo la reflexión de
Agamben, “pensando la vida humana como “potencia”, en cuanto “posibilidad de
ser y de no ser” y no como dato dado, o como una esencia que haya que
actualizar” [51]. Sólo esta anarquía entendida desde las potencias
liberadas y entrelazadas de los Únicos (einzige) puede desencadenar en
todas sus posibilidades “el ritmo del free jazz, la interferencia de Burroughs,
el caos fecundo de Ilya Prigogine, el pánico según Canetti, la revuelta
invisible de Alexander Trocchi, la guerrilla difusa de Lawrence de Arabia, la
línea de fuga de Deleuze y Guattari, la niebla narrada por Boris Vian” [52].
La anarquía, en resumen, sólo es posible desde el creativo y espontáneo caos
interindividual.
Para un anarcoindividualista —como
defensor de que la eliminación de toda autoridad sólo puede ser alcanzada
afirmando de forma radical la libertad y la autonomía del individuo— todos los
enemigos de la voluntad individual son objetivos a combatir [53].
En este sentido encontramos como
ejemplo de esa lucha antiautoritaria aquella que se establece contra el trabajo
asalariado —en cuanto cadena de dominación— siempre presente en el
anarcoindividualismo, pues es prioritario alcanzar la libertad individual por
encima de la emancipación colectiva ya que, en contra de lo defendido desde la
postura colectivista, la libertad es un valor que ha de experimentarse desde la
conciencia individual y no un valor que se propague a partir de un nuevo
entramado socioestructural. Como decía al respecto Stirner, “la libertad
no puede ser concedida graciosamente tiene que ser conquistada
gloriosamente”, representando por tanto ésta un gradiente que se conquista y no
se otorga, circunstancia que promueve la potencia de lo proactivo en cuanto
responsabilidad individual, y desmiente ese discurso bakuniano de una
fantasmagórica “libertad colectiva” a modo de una gracia cuasirreligiosa que
transformase de forma automática las almas encadenadas a través de una unción
mágica. En nuestros días, incluso algunos anarcosindicalistas se manifiestan
abiertamente en contra del trabajo asalariado pese a la insistencia de las
reivindicaciones laborales en el juego de infiltración entrista en la política
institucional, en ese sostenimiento del envite revolucionario mediante un
programa de acción colectiva. Los anarcoindividualistas, en cambio, en su
camino hacia la propia emancipación individual siguen apostando por la
abolición del trabajo asalariado [54] o el sabotaje de éste cuando su
destrucción no sea estratégicamente posible [55], instaurando en
sustitución nuevos modelos en los que el concepto “trabajo” sea reemplazado por
dinámicas que no sepulten al individuo en cadenas de explotación a la manera
del modelo defendido por Bob Black alrededor de los conceptos “del juego y lo
lúdico”. El individualismo anarquista —cuando no opta por la vía de la negación
del trabajo en la corriente contemplativa del individualismo ataráxico— posee
en general en su tradición histórica la adquisición de una nueva concepción del
trabajo, autónomo o cooperativo, como esa potencia creativa y libre de
autorrealización personal. Un trabajo “libre” como señala Miguel Montoya en su
artículo Arte y Anarquismo entendido como creación, puesto que
“todos los trabajadores, que somos todos, somos artistas que nos
realizamos mediante la poiésis y el ‘pratein’ cotidianos” [56]. Esta
revolución en la concepción del trabajo, no como un rol impuesto por el patrón
capitalista, sino como una liberación natural de las potencias creativas del
individuo conduciría a un tipo de sociedad sin clases donde como indica Herbert
Read “el artista no sería un tipo especial de individuo, sinoque cada
individuo sería un tipo especial de ‘artista’” [57], destruyendo bajo esta
inercia todo sistema de producción coactivo donde la subjetividad y creatividad
del individuo quede subyugada y capitidisminuida. Así, el horizonte deseable
pasa por la desaparición del “animal laborans”, en tanto esa presencia alienada
que trabaja de forma subsidiaria para el sustento de sus necesidades
biológicas, incrementando en su ausencia la presencia del autónomo e
independiente “homo faber” [58] porque, pese a toda radicalización
alrededor de la noción del trabajo, el ser humano estará siempre abocado a ser
—salvo que se transforme su propia naturaleza— un productor y un consumidor de
artefactos, sensaciones e ideas. La clave será siempre cómo se produce y qué se
consume, y bajo qué sistema socioeconómico compatible con el individuo
anarquista se desarrolla esa producción y ese consumo.
En el examen de otras luchas como el
anarcoecologismo y el anarcofeminismo detectamos igualmente esas luchas
antiautoritarias nacidas del ideario individualista y el ejercicio de la
conciencia individual anarquista. Pese a ciertas manipulaciones interesadas en
estos campos de acción, cabe recordar una vez más por ejemplo que las primeras
anarcofeministas como Emma Goldman o Voltairine de Cleyre [59] fundamentaron
el núcleo de sus respectivos discursos en los principios de libertad
individual, en una defensa radical de la autonomía, la libre asociación y la
cooperación voluntaria entre individuos soberanos. El mejor testigo en la
contienda de esta vieja querella permanece presente en nuestros días en las
pugnas actuales de las corrientes de pensamiento del anarquismo de
post-izquierda (post-left anarchism) que ante la sobreidentificación del
anarquismo con los dogmas de la izquierda histórica busca —a través de una
oportuna crítica de las ideologías—, una completa desideologización del
anarquismo, pasando a explorar sin ningún tabú ideológico su diferendo político:
la autonomía y la auto-organización entre libres individuos anarquistas en base
al temperamento de la idiosincrasia anarquista (autonomía individual, libre
asociación ajerárquica y rebelión ante toda coacción o dominación social propia
o ajena). La tarea del emerger histórico del post-left anarchism es en
consecuencia (pese a esos denodados boicots del anarquismo de los “dinosaurios”
enclavados contradictoriamente, de forma estática y dogmática, en la igualación
del anarquismo al proceder revolucionario de masas del socialismo
decimonónico), el ejercicio de pensar la “sociabilidad” inherente del
anarquismo en base a la autonomía individual y las mecánicas sociales
específicas entre los mismos individuos y/o entre los “grupos de
afinidad” [60].
La lucha anarcoindividualista —al
contrario del anarcosindicalismo y del anarcosocialismo que en su sumisión
ideológica a los dogmas y contexto socialista decimonónico concibe simplemente
al sujeto anarquista restringido a su dimensión laboral y la lógica
socioeconómica existente—, está enfocada, en el mayor grado posible de
coherencia anarquista, a pensar integralmente todas las coerciones y
discriminaciones que operan sobre el individuo, no considerando sólo una única
opresión en cuestión —que tal como demuestran muchos anarquismos específicos—
acaba materializando una dialéctica de oposición endogámica que finalmente
termina perpetuando los mismos roles sociales que pretendían ser combatidos y
anulados. La lucha anarcoindividualista se orienta, en definitiva, a suprimir
toda forma de opresión que se interponga en el florecimiento del individuo
anarquista autónomo y “propietario de sí”, no mediante la reflexión limitada a
una coerción aislada sino mediante la reflexión revolucionaria general de un
“individuo nuevo” que en su despliegue histórico anule el conjunto de todas las
coacciones que operan contra la independencia e integridad del individuo como
Estado, educación, moral, religión, trabajo alienante, géneros y cualquier tipo
de dogma coercitivo sobre la acción y conciencia individual. Todas las ideas
son tomadas, analizadas y sometidas a la crítica antes de asumirlas como
propias, y nunca “grabadas en piedra” [61] sólo sustentadas en ese
estado líquido de lo que está sometido permanentemente al cuestionamiento de la
autocrítica. No hay mitos, no hay fe. Hay un trabajo sin pausa para sacar a la
luz a ese individuo único que está sepultado bajo las capas impuestas por la
educación y la doma recibidas desde la infancia. Crecer en competencia con uno
mismo y en diálogo desacomplejado con el resto de individuos para llegar a ser
el “niño” del que habla Nietzsche, ese es el devenir revolucionario de todo
individuo anarquista.
Por todo lo expuesto, antes de
intentar cuestionar el anarcoindividualismo desde una supuesta posición
libertaria sería deseable haber revisado los propios conceptos de libertad y
autoritarismo, así como las diferencias incompatibles entre “individualismo
liberal” e “individualismo libertario”. Quizá en esa reflexión conjunta sobre
los verdaderos fundamentos del individuo anarquista, de la libertad y el
autoritarismo, todo anarquista se sentiría necesariamente impelido a
denominarse a sí mismo anarcoindividualista y a entonar de modo reflejo aquella
máxima individualista stirneriana: “nadie puede encadenar mi voluntad, y yo
siempre seré libre de rebelarme”.