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¿Por qué soy anarcoindividualista?


“¿Qué entiendo por individualismo?
La doctrina moral que, sin fundamentarse en ningún dogma
ninguna determinación externa,
apela únicamente a la conciencia individual. 

Han Ryne
Siendo así, ¿cómo podría dejar de ser un individuo único renunciando a mi conciencia para ser parte de la masa? ¿Por qué renunciar a mi propia causa priorizando otras? ¿Qué causa es merecedora de sacrificar el pleno rendimiento de mi unicidad? ¿Acaso no es más positivo para el resto de individuos anarquistas en general que mi individualidad esté en máximos y no en mínimos?

Abandonar el individualismo es a lo que la sociedad —ese ente abstracto que firmó un contrato con una ficción jurídica, el Estado, actuando en mi nombre sin mi consentimiento ni mi conocimiento y sin siquiera mi existencia— nos fuerza mediante la educación [3] y las leyes, mediante el sometimiento a una voluntad ajena. Tal como indicaba Spooner, la legitimación del “contrato social” sobre el que se asienta el modelo político de nuestras sociedades no posee ninguna validez al haber sido impuesto a cada individuo sin su aprobación. En su obra, No Treason: The Constitution of No Authority, sentenciaba el propio Lysander Spooner, ahondando sobre esa misma inviolabilidad invocada, que “los derechos naturales de un individuo son propios contra el mundo entero, y cualquier infracción de ellos es un crimen, da igual si ha sido cometido por un individuo o por millones, si ha sido cometido por un individuo llamándose a sí mismo ladrón o por millones de individuos llamándose a sí mismos gobierno” [4]. Si entendemos que la obtención de la libertad anarca es la meta final de todo anarquista en su fase de lucha contra todo tipo de autoridad u opresión, pareciera que la única metodología social para conseguirlo es a través del anarcoindividualismo, ya que sólo este enfoque de la idiosincrasia anarquista salvaguarda en toda su extensión el principio anárquico de que nada ni nadie pueda significarse a partir de otro individuo, así como que ningún agente jurídico o personal pueda llegar a proclamar que ni tú ni nadie haya de estratificarse jerárquicamente por encima de otro Único [5].

El anarquismo individualista, como coherente resistencia dentro del anarquismo frente a las ideologías colectivistas que pretenden sustituir el centro de gravedad de la anarquía desde la autonomía individual a la sumisión ante lo colectivo, ha sido atacado y rechazado desde sus inicios desde la posición de un supuesto imaginario: el “bien común” general, contrapuesto éste al positivo “bien común” participado, en tanto esa yuxtaposición de los objetivos comunes —temporales o estables— entre varios individuos o entre diversos “grupos de afinidad”. Esta conceptualización coercitiva legitimada alrededor de un pretendido “bien común” general —justificador a la postre de la laminación de todo interés individual— parte de la idea errónea de que la “Sociedad” es un ente real y no una simple “construcción intelectual”, una mera comodidad del pensamiento para reducir a una variable “única” de reflexión lo que siempre será “múltiple” e inabarcable para el pensamiento, una simplificación interesada para institucionalizar “valores de homogeneización” al conjunto de todos los individuos a modo de una constante “alienación de baja intensidad”, en la que el individuo es coaccionado a pensarse ya desde la “dependencia” y no desde la “independencia”, sustituyendo el poder de la subjetividad individual por una impuesta subjetividad grupal. No puede existir por tanto un “bien común” general ya que las necesidades de cada uno de los seres que compondrían este grupo no serían las mismas y estas no coincidirían con las “necesidades” en cada momento del propio grupo, que se vería forzado a situarse en una posición de autoridad para hacerlas valer y seguir dominando las relaciones entre los individuos. Este error cimentado sobre la angostación del término “Sociedad” a una variable única nos lo pormenoriza la propia etimología del término “sociedad". En ella, nos es referido el término “Sociedad" como una “societas” a modo de una “unión entre aliados", con lo cual nunca tendríamos una “Sociedad" única, sino tantas “Sociedades” como “uniones entre aliados" se diesen entre todo el conjunto de individuos dentro del tejido social. En consecuencia, tampoco la “sociedad anarca” podría reducirse a un valor de unicidad, se mantendría asimismo en el perímetro de lo plural en función de las múltiples interacciones y asociaciones entre individuos y “grupos de afinidad” que se generasen libremente dentro del entramado social de la anarquía. Es decir, el concepto “Sociedad” es ese fantasma stirneriano creado para ayudar a dar forma y mantenimiento a las relaciones jerárquicas preexistentes o venideras impidiendo el desarrollo de los individuos de forma horizontal e independiente, reproduciendo así ad æternum las condiciones idóneas del marco de actuación para la continuación del "juego de dados" revolucionario que supone ese “materialismo histórico” natural revelado de modo despolitizado por la lucha intergrupos de la Teoría de la Dominancia Social [6] y en esa obediencia a la lógica de la Teoría de la justificación del sistema, a modo de ese “fenómeno a través del cual los miembros de los grupos dominantes difunden ideas que justifican y mantienen su poder en la sociedad (…) dando cuenta del para qué del interés en mantener las jerarquías sociales” [7].

La anarquía es social, pero no socialista. He aquí la gran confusión con respecto al diferendo de la anarquía —la autonomía individual, la ausencia de coacción moral o ideológica y la libre asociación ajerárquica—, que tiene su origen en la contaminación histórica que el anarquismo padeció insertado en el periplo de la contienda de los grandes metarrelatos ideológicos decimonónicos (socialismo, comunismo, anarquismo) frente al auge hegemónico del capitalismo liberal, y bajo el singular contexto sociohistórico de luchas sociales por la mejora de la vida de los trabajadores en el particular modelo productivo industrial dimanado de las especiales circunstancias de la “segunda ola” revolucionaria de Toffler [8]. Algunas de las variantes heterodoxas de socialismo o comunismo que reclaman también su vinculación con el anarquismo, son en efecto “cuasianarquistas”, en su rechazo casi total de toda forma de “arquismo”, aunque esa apuesta no sea completa, ya que siguen manteniendo latente el “arquismo” residual de la ideología planificadora, no pudiendo conducir nunca por tanto a la “anarquía” en esa sostenida obediencia a un reglamento ideológico no concursado por la voluntad individual, sino como introyectada guía e imposición estructural y moral de una serie de convenientes prescripciones (auto)disciplinarias acerca de las relaciones “aconsejables” entre los individuos, a la manera del anarcocomunismo kropotkiniano y ese “peligro centralizador y dirigista” [9] que Leroux encontró en el socialismo de Saint Simon, en tanto orden social planificado y no un orden social espontáneo y heterogéneo conforme a la libre asociación entre individuos autónomos. En la descodificación de la propia etimología de “socialismo” hallamos la presencia indisimulable de ese solapado “arquismo” residual que mantienen las variantes “anarquistas” del socialismo o comunismo en tanto proyecto social general —y no como mera opción voluntaria de un individuo o “grupo de afinidad”—, en tanto remanente de esa ideología reaccionaria al peligro de dominación y explotación del hombre por el hombre del individualismo absoluto en el liberalismo extremo, instalándose como antídoto moral y socioestructural para combatir en un nuevo paradigma comportamental introyectado —sustituyendo de forma extrema individualidad por colectividad y competición por cooperación—, las principales amenazas del “individualismo dominante” del “estado de naturaleza” hobbesiano: la desigualdad basada en la coacción y el enriquecimiento especulativo sustentado sobre el trabajo ajeno. En su descomposición etimológica, la voz “socialismo” queda diversificada en la unión del término “social” procedente del latínsocius que significa compañero o aliado con el término “ismo” del latín ismus, que nos remite a doctrina o sistema, siendo por ello necesario hablar de “socialismo” en cuanto a la doctrina o la sistematización de lo social en todo lo relativo a esas relaciones que se establecen entre aliados. A lo largo de la historia, bajo ese espíritu sistematizante, han sido teorizadas diversas doctrinas para “ordenar” las relaciones sociales de los individuos, para “revolucionar” y a posteriori “regular” con diferentes intencionalidades politicas la mecánica “social”, desde el socialismo utópico de Owen, Saint-Simon, Fourier y Louis Blanc al socialismo verdadero de Grün, Hess, Kriege y otros jóvenes hegelianos que, en el eclecticismo surgido de la fusión entre la ética de Feuerbach y la influencia discursiva del socialismo utópico francés e inglés, se opusieron a toda lucha de clases y revolución proletaria en una defensa superior del amor fraternal y la conciliación pacífica de las contradicciones sociales mediante la persuasión y no mediante la violencia; desde el socialismo guildista que, en la Inglaterra de principios del siglo XIX, propugnaba la trasformación de los sindicatos en guildas para obtener el poder de gestión colectiva de las industrias al socialismo ético que, en la interpretación neokantiana del socialismo, hace residir la transformación política en la aplicación de la ética kantiana sobre el eje de la solidaridad tal como ésta es formulada a partir del Imperativo categórico kantiano; desde el socialismo corporativo que pretendía rescatar los sistemas de gremios medievales al socialismo cristiano de Lammenais y Kingsley que entona “Cristo fue el primer social-demócrata”; desde el socialismo científico de la lucha de clases y la colectivización de los medios de producción como motor de cambio sociopolítico al ecosocialismo primitivista que aboga por el regreso a una idealizada época pre-industrial; desde el socialismo de estado que en los programas de asistencia no persigue acometer la emancipación de las masas sino paradójicamente la intensificación de su sometimiento al socialismo libertario que vive en permanente contradicción entre la afirmación inconsciente y la voluntariosa negación de toda forma coercitiva de autoridad y jerarquía social. Todas estas doctrinas resultan incompatibles en tanto “sistematizante” marco moral general —dada la necesaria articulación ideológica coactiva sobre la autonomía individual—, con la “sociabilidad” específica de la anarquía, siempre plural y heterogénea, en base a la especificidad de cada una de las libres interacciones entre individuos. El error de todo “socialismo” cuando se radicaliza en el “ismo”, en la inercia de lo doctrinario, en esa "fuerza guiada" como criticaba con acierto Bruno Bauer, es tratar de “prescribir” de antemano esa “sociabilidad” que entre individuos libres no puede más que escribirse en el ámbito de lo espontáneo y lo voluntario, en el dominio de lo temporal y no de lo permanente. En esa diferencia sustancial —entre un organizado proyecto social y una espontánea creación voluntaria—, es donde siempre mereció la ideología socialista el significado peyorativo que le adjudicó el mismo Leroux, el mentor del término “socialismo”, en cuanto amenaza de una planificación abusiva de la sociedad. Los argumentos de los anarcocolectivistas para rechazar el enfoque del anarcoindividualismo en su comprensión de la anarquía —pese a este evidente “arquismo” inscrito en su pensamiento—, se basan principalmente en la custodia vigilante de este corpus doctrinal de dogmas socialistas para garantizar el cumplimiento general de la moral de ese supuesto “bien común” general y todos los axiomas socioeconómicos relacionados con el sacrificio conjunto en aras de un pretendido “bienestar general”, privilegiando así a modo de valor superior la experiencia colectiva sobre la libertad del ser individual. 


En todas las corrientes colectivistas, desde el anarcosindicalismo al anarcocomunismo, el ideal socialista otorga primacía a los objetivos comunitarios sobre el individuo. En algunos casos este predominio se escenifica mediante fórmulas de organización discriminatoria o asambleas decisorias en las se continúan tolerando la reproducción de seguidismos o liderazgos sutiles y, en otros casos, directamente, teatralizada esta supremacía en forma de instituciones opresivas reproduciendo subliminalmente, en una lógica freudiana, la misma estructura que había sido objeto de desborde durante el periodo de lucha revolucionaria. Como sentencia Durkheim, la implantación de una moral colectivizante es la clave de este tipo de sociedades socializadas sobre principios rectores, debiendo de movilizarse para ello la conformación de esa moral que acabe convirtiéndose en “una voz que al tiempo es y no es la del individuo” sino que es ya la del “grupo social que se representa en términos de virtud”, y en la que esa voz moral se acaba consolidando como “el vínculo que cada individuo establece con su grupo de pertenencia” y que en último término regula todo “el comportamiento sin coacción externa, ya que cada cual asume la existencia común con una devoción que podemos describir, siguiendo a Rousseau, como una religiosidad civil” [10]. El triunfo social de esa “moral colectivizante” es alcanzado solamente en el instante cuando ésta se “introyecta” como un elemento constitutivo del carácter del individuo, entendiendo esa introyección —de acuerdo a Melanie Klein— en tanto esa operación inconsciente en donde los elementos de los grupos a los cuales se pertenece se interiorizan para configurar la personalidad [11]. Este ensalzamiento moral del “grupo social” frente al individuo anarquista lo encontramos de manera explícita en la definición de anarquismo que formula el anarcocolectivista Kropotkin a propósito de la decimoprimera edición de la Encyclopædia Britannica de 1905, cuando expone que el anarquismo es “el nombre dado al principio o teoría de vida y conducta bajo la cual la sociedad no es concebida con gobierno (…) sino por libres acuerdos pactados entre los varios grupos, territoriales y profesionales, libremente constituidos para el beneficio de la producción y consumo” [12]. Esta apología kropotkiniana del “grupo” como unidad básica de interacción social convierte de facto a la corriente anarcocolectivista en otro “arquismo” [13] en cuya racionalidad grupal y gremial vuelve a someterse a opresión al individuo anarquista —manteniendo activa la dinámica histórica de soberanía autoritaria sobre el individuo al reproducir la “violencia mítica” de Benjamin aunque en su variante de “conservación de derecho” y no como “fundación” [14]—, traicionando así en reveladora paradoja el primer mandamiento insobornable del anarquismo de no oprimir ni someter a autoridad externa a ningún individuo.


El socialismo libertario —mal llamado anarcosocialismo, tal como el comunismo heterodoxo toma prestado de forma abusiva el término anarquismo—, se sitúa de este modo fuera del proyecto de la modernidad, que como sentencia Todorov está relacionado “con la autonomía del individuo” [15] y que rompe de forma drástica con toda la filosofía aristotélica y el enfoque clásico de las Ciencias Sociales, para las cuales “el individuo es un ser que se construye desde la vinculación con la sociedad y cuyo comportamiento está fuertemente determinado por su pertenencia a una comunidad” [16]. En el curso de esta revolución individualista de la modernidad —alrededor de una creciente independencia del individuo que Alexis de Tocqueville sintetizaba como esa potencia subversiva del ser humano para combatir el peligro que significa el poder que un grupo ejerce sobre los individuos—, destacan el proyecto liberal (basado sobre una concepción antropológica del ser humano y una defensa de la actividad vigilante y mediadora del Estado) y el proyecto libertario (fundado sobre la autosuficiencia y emancipación radical del Ser en ausencia extrema de ningún tutelaje externo), ambas corrientes individualistas opuestas en general a ese “determinismo social” sobre el que se caracterizaban las sociedades premodernas (o antiguas), tal como observamos en la antigua Grecia en donde “sólo era posible ser alguien en lo público”, provocando como derivada que la identidad estuviese “fuertemente ligada a la acción de pertenecer a una colectividad”[17]. En este sentido, toda ideología colectivista puede entenderse como una nostalgia premoderna, opuesta a las diferentes corrientes emancipatorias del individuo que corren desde la Ilustración y que como bien resume Taylor, en su obra El Atomismo, definen la modernidad en tanto esa ruptura histórica en la que la sociedad ya no es quien determina al individuo, sino que es ya el individuo quien determina la sociedad.


El imaginario del pensamiento colectivista suele situar también en general en los tiempos prehistóricos, validando el parecer de Eckersley, el nacimiento del “aparato conceptual de dominación”[18], idealizando en cuanto referente central de su ideología todo ese tiempo evolutivo particular anterior al nacimiento de ese aparato de dominación, ese periodo histórico de “las tempranas sociedades tribales, ampliamente no-jerarquizadas, igualitarias y modos cooperativos de existencia en los que las comunidades humanas estaban integradas dentro de una comunidad más amplia con la naturaleza” [19]. De aquí emerge el error más significativo de la ideología colectivista, concediendo rango de “normalidad” a esa “anormalidad” histórica, no percibiendo que esas idealizadas “comunidades primitivas” se encontraban —como cualquier otra población alienada—, bajo la coerción limitante de la falta de autonomía individual por la insuficiencia de recursos y la hostilidad del entorno, viéndose obligados por este motivo a sostener como estrategia de supervivencia una simbiosis de forzada tendencia simétrica y una estricta moral de grupo bajo el dictado rígido del “familismo amoral” [20] (no eliminando nunca así, respectivamente, ni cierta jerarquización intergrupal ni una moral de subyugación individual). El colectivismo primitivo estaba fomentado por tanto por unas condiciones especiales de (infra)existencia que impedían el crecimiento autónomo del individuo y la expresión de su “único” (einzige), condicionado por esa coacción “socioambiental” y la debilidad de sus individuos participantes sin autonomía ni fortaleza para ser “auto-propietarios de sí” (Selbsteigentum) [21]. En la actualidad, el pensamiento colectivista sigue obedeciendo al culto de esas idealizadas “condiciones sociopolíticas” prehistóricas tratando de reproducirlas de forma autoritaria a través de la lucha de las ideologías, equivocando la diana tal como demostró el discurso stirneriano frente al discurso marxista, puesto que el conflicto de jerarquización y dominación social no está en relación directa en última instancia con las “estructuras” sino con la (in)acción de ese “individuo” falto de conciencia libertaria que bien potencia o bien acata esas estructuras; no siendo el “aparato de dominación” más que la “proyección estructural” de las sucesivas luchas interindividuales e intergrupales entre “individuos débiles” e “individuos fuertes” dentro del remanente “estado de naturaleza” hobbesiano, influido todavía de forma determinante por ese “sujeto animal” que siempre acaba haciendo de contrapeso anulador de la posibilidad de ese libre albedrío ajerárquico de un “biotopo libertario”. Por ello, la alternativa colectivista no puede ser calificada más que como una “ideología débil” para el transcurso de esos tiempos y coyunturas excepcionales en los que a la “autónoma” y “diferenciadora” acción individual anarca se vuelve recomendable el sacrificio de la autonomía individual en el asociacionismo forzado del grupo (contrario a la lógica voluntaria del mutualismo siempre en presencia de autonomía e independencia individual de todas las partes). La deriva colectivista puede ser definida por este motivo como una “reacción simbiótica” impuesta por el “entorno amenazante” en situación de dependencia y en condiciones precarias de autonomía individual, tal como es por ejemplo en la naturaleza el caso de la acción asociacionista de los cardúmenes de peces, quienes en tiempos de necesidad específica y hostilidad del entorno (periodo reproductivo hacia la zona de desove o fase de alevinaje [22]), renuncian a su individualidad para garantizar su supervivencia y luchar en el seno de un “ente colectivo” sustanciado alrededor de la sumisión voluntaria de otros individuos en precario. Por esta razón, en ese proceso “dirigido” de reconstrucción social de esas idealizadas sociedades primitivas es donde aparece la primera grave incoherencia de las corrientes colectivistas incompatible con el ideario anarquista, puesto que el “asociacionismo” socialista es irreconciliable con el “mutualismo” anarquista por una diferente predisposición de autonomía y libre contexto de sus actores participantes. Siendo en este mismo punto donde se empiezan a bifurcar las “autoritarias” dinámicas sociopolíticas de estos tipos de “anarcocolectivismos” —supeditados y homogeneizados por las necesidades comunes del colectivo— de ese inconfundible fluir heterogéneo de la idiosincrasia anarquista propiciado por el desarrollo social anárquico de la “auto-teoría” de cada individuo o grupo de afinidad [23], precipitándose por contra estos “anarcocolectivismos” a partir de entonces en esa alienante “realidad abstracta” de lo ideológico como señala Jason McQuinn en su crítica post-izquierdista de las ideologías [24], realidad paralela que atenta contra el mencionado principio de Ryner de no injerencia externa —moral o dogmática— sobre la conciencia individual, al “prescribir” y “limitar” las formas y relaciones en la que los individuos han de concretar esa futura “sociedad anarquista”.


El catecismo escrito por Murray Bookchin, Anarquismo social o anarquismo personal: Un abismo insuperable [25], es una buena muestra de esa tendencia dogmática de los anarquistas colectivistas de signo contrario al anarquismo, ese secuestro “reduccionista” del anarquismo en las lindes de la ideología, estrangulando la pluralidad expresiva de todos esos individuos anarquistas que no estén dentro del “cercado ideológico” del dogma socialista. El caso de Murray Bookchin es altamente simbólico en cuanto a la fidedigna exposición de los rasgos de ese típico “terrorista de la teoría” [26] cuya predilección personal se centra en “inventar sociedades” imponiendo al resto de individuos su particular Weltanschauung (“visión del mundo”) aprovechando y manipulando la coyuntura sociopolítica propicia, tal como prueba su largo curriculum de “ingeniero social”, primero comunista, luego trotskista, posteriormente profeta del ecologismo social, después disidente del anarquismo tras no conseguir instrumentalizarlo en su beneficio, antes de finalmente terminar fundando su propio movimiento de socialismo libertario (Communalism). Ese carácter de ideólogo vocacional y “revolucionario profesional” queda bien resumido en las palabras de John Clark, uno de sus seguidores, cuando éste manifiesta a propósito de la deriva de Bookchin, “si tus esfuerzos por crear tu propio movimiento de masas han sido patéticos fracasos, encuentra algún movimiento más y trata de liderarlo” [27]. La trayectoria de Murray Bookchin constituye por este motivo el perfecto ejemplo del actor ideológico del anarquismo clásico “sobreidentificado con la izquierda” [28] que sigue formulando en el presente la crítica a las nuevas corrientes del anarquismo y al individualismo anarquista desde esa posición inmovilista propia de los “dinosaurios del anarquismo” [29] incapaces de pensar la anarquía política lejos de los clichés y dogmas del izquierdismo radical, y sin llegar a entender todavía que precisamente el diferendo político del anarquismo nunca fue la imposición de una Weltanschauung(“visión del mundo”) al resto de individuos anarquistas, sino la convivencia y retroalimentación positiva de millones de “Weltanschauungs” creadas como “diferencia individual” (einzige) por millones de individuos anarquistas interconectados en un paradigma de asociación voluntaria bajo la idiosincrasia anarquista (autonomía individual, libre asociación ajerárquica y rebelión ante toda coacción o dominación social propia o ajena). Tanto en este caso, como en el resto de casos similares de clásicos anarquistas, sorprende aún el hallazgo del no rechazo a las imposiciones morales y sociales aprendidas del sistema, y en cómo en la supuesta oposición al sistema acaban creando —conscientemente o no— otro “sistema” traicionando la ontología anarquista. En el relato de la posición de Bookchin esta sorpresa se convierte incluso en burlesca contradicción: basta recordar la crítica del socialista denunciando las razones del fracaso de la propia ideología marxista como resultado de ser “una sociología burguesa” por la “imagen burguesa de la realidad” del propio Marx, lo que conducía a un “capitalismo de Estado” en lugar de a un socialismo liberador [30]. En la construcción de todo “sistema social”, valores abstractos como moralidad y su correspondiente positivo, las leyes, son creados para dominar y crear un patrón de comportamiento común que garantice la existencia visible y reconocible de tal sociedad como “agente jurídico”. Ello impone unos límites que son impresos en los seres desde temprana edad, educando en una obediencia sin objeciones. Cualquier disidencia sobre la moral o la ley “sistematizada” es castigada. Así pues, cada “Sociedad” se basa en un orden creado por el miedo y el castigo, salvaguardado por leyes y coacción. En el modo en que todos los profetas como Murray Bookchin construyen la utópica “sociedad socialista” —en cualquiera de sus variantes— existe una metodología coincidente de creación de instituciones sociales educativas y valores abstractos que también someten y limitan al individuo a un tipo de comportamiento “sistematizado”.

Pese a los ridículos intentos de reducir el individualismo anarquista a un inoperante lifestyle sin posibilidad de influir en la confección revolucionaria de un tejido social anarquista, los individualistas, rechazando toda imposición social o ideológica que coarte su libertad y potencia individual, garantizan paradójicamente mejor que nadie la base y mecánica social más apta en cuanto la representación congruente de la idiosincrasia anarquista —ese marco de operaciones no regulado ideológicamente sino configurado sobre la operatividad de la ídios (singular) sýnkrasis(temperamento) del individuo anarquista—, para el eficiente desarrollo integral de una consecuente “sociedad anarquista”. El individualismo anarquista siempre ha concebido esta mecánica social —lejos de la risible caricatura de una sociedad de ermitaños aislados entre sí—, a través del paradigma mutualista y a través de la asociación voluntaria, mediante las interrelaciones entre los individuos bien mediante las uniones de egoístas o bien mediante lo que posteriormente definirían tanto E. Armand como Hakim Bey como grupos de afinidad [31]. Stirner proponía por su parte la constitución de “uniones de egoístas” formadas por individuos libres para colaborar y crear, sin que se volviese necesaria la permanencia en el tiempo de estas uniones. Esa unión stirneriana es renovada por las partes en base a su propia voluntad (voluntad individual que nos remite tanto al concepto nietzscheano will to power habitualmente traducido por “voluntad de poder” como a la experimentación individual acerca de la repetición y la acción diferenciadora deleuzeana [32] en el contexto de nuestro singular devenir como individuo). En el despliegue de la mecánica social anarcoindividualista no existe por tanto ningún asomo de sociopatía o aversión social, sino una dinámica de interacción social compatible con la autonomía del individuo, estructurada sobre la potencia del “egoísmo stirneriano” que siempre ha sido objeto de constante malentendido por el desconocimiento o conocimiento superficial de los que critican sin conocer sus fundamentos el individualismo libertario (diferente al individualismo liberal), llevándoles a confundir siempre en grave error “egoísmo” y “egocentrismo” [33]. En una unión de egoístas es indispensable que las relaciones se establezcan entre iguales, entre dos o más Únicos (Einzige). El egocentrismo, en cambio, pretende situar al ego del sujeto como centro de dominación, no como un Único sino como un señor, como un dueño, como un amo anulador de individualidades.

Muchos son los autores que han criticado el individualismo desde el que se ha desarrollado la corriente anarcoindividualista —normalmente en flagrante confusión entre el “individualismo liberal” (individuo hobbesiano aún atado al “estado de naturaleza” y los condicionamientos antropológicos de la especie) y el “individualismo libertario” (individuo anarquista que se ha transvalorado desde el sujeto animal y ha desarrollado su máxima potencia individual sin dominar ni someter la potencia individual de otro Único)—, siendo en este aspecto el ataque más extenso aquél surgido de Marx y Engels. En su obra La filosofía alemanadedican la parte más extensa del libro a desmenuzar El Único y su propiedad con tono satírico e incluso con despreciativos ataques ad hominem. Las críticas posteriores al individualismo anarquista contienen muchos de los “argumentos” de estos autores, recordemos, contrarios al propio anarquismo incluso en sus formas más sociales. Marx con la crítica a Stirner comienza su ataque a los anarquistas (aunque no se considere entonces a Stirner como anarquista por el influjo del socialismo sobre el ideario anarquista) tras ver sometidos a un demoledor juicio sus dogmas y tratados a modo de mandamientos de una nueva religión [34]. Las lecturas críticas de la obra de Stirner como por ejemplo por parte de Paul Thomas, le acusan por costumbre de concebir la liberación envuelta simplemente en el cambio de creencia del individuo en relación con la superación de esas “ideas fijas” —Estado, familia, individuo— transformadas en “realidades opresoras” e ignorando por contra las realidades materiales del aparato económico y social. Sin embargo, la crítica stirneriana en ese señalamiento de la necesaria “desalienación” del individuo y recuperación de su “unicidad” (einzigkeit) resultó ser más eficiente en el cálculo revolucionario que la crítica materialista del marxismo, como enseguida demostraría el fracaso de todas las revoluciones socialistas puesto que de nada sirve cambiar el aparato económico si no hay un individuo nuevo y autónomo que pueda dotarlo de verdadera motricidad social. En su obra, Max Stirner, el teórico anarquista Saul Newman señala justamente esa clarividencia anticipada que supone el enfoque stirneriano, describiéndolo como ese proto-postestructuralista que en su lúcido análisis deconstructivo del “sujeto” se adelantó al trabajo de los modernos postestructuralistas como Foucault, Lacan, Deleuze y Derrida que aportaron el sedimento para las actuales reflexiones sobre el “individuo” en la corriente del post-left anarchism. En esa misma línea, pone también el acento Newman sobre la importancia que tiene en la obra stirneriana el señalamiento de la “sumisión voluntaria” de los individuos para el pensamiento político contemporáneo, subrayando que el “relato stirneriano sobre el problema de la servidumbre voluntaria es un gran y valioso recurso al cual los teóricos políticos radicales de nuestro tiempo deberían de poner más atención” [35]. Al mismo tiempo, en esa mención de la cuestión de la sumisión patológica del individuo, Stirner revelaba que la solución de todos los males sociales no estaba en la estructura sino en el individuo, advirtiendo simultáneamente que a la caída de los viejos dioses seguiría igualmente una época de adoración de nuevos dioses, incluso entre aquellos que ya se vanagloriasen de sentirse libres del viejo culto destronado [36]. En la actualidad, el viejo culto de la ideología marxista ha caído ya en el ciclo precario del paganismo, y sus creyentes continúan disfrazando su adhesión bajo diversos formalismos retóricos y eufemismos llamados a ese tacticismo ideológico de hacer pasar lo viejo como lo nuevo, pues muy pocos autores reconocen su influencia, ya que, salvo nostalgia o fanatismo, es complicado admitir unas teorías que, tanto desde el punto de vista libertario —en su sentido más amplio— como desde la evaluación de su impacto anti-capitalista, resultaron y siguen resultando un estrepitoso fracaso socioeconómico y sociopolítico.

Sin embargo, pese a décadas de malinterpretación —intencionada o no— de la obra de Stirner, el pensamiento stirneriano es actualmente reivindicado por los anarcoindividualistas y anarcoinsurreccionalistas [37] que nunca abandonaron su individualidad ni sometieron su criterio ni su actuar a asamblea alguna, pero también por anarcosindicalistas [38], siguiendo, con cuarenta años de retraso, la evolución de la izquierda revolucionaria desde el situacionismo —los mismos componentes de Tiqqun/Comité Invisible viven en una Libre Unión de Individuos y llaman a actuar en pequeños grupos de afinidad y no en colectivos abanderados con su ejército de infiltrados—, identificándose ellos mismos más allá de la lógica proletaria marxista con la base revolucionaria del pensamiento stirneriano en la que el obrero encuentra finalmente en sí mismo al “vagabundo intelectual” stirneriano, esos individuos irreductibles que “se sobreponen a las ataduras de la tradición y marchan salvajes con su imprudente juicio crítico e indómita manía para dudar”, todos esos que “forman parte de la clase inestable, voluble y sin reposo del proletariado”, todos esos que “si dan finalmente voz a su naturaleza inquieta son llamados ‘cabezas rebeldes’” [39]. No debe extrañar pues que actualmente todas las vanguardias anarquistas, desde el Primitivismo al Post-Left Anarchism, pasando por el Anarcofeminismo [40] y el Eco-anarquismo, tengan sus raíces en el pensamiento stirneriano e individualista y no en el de los ideólogos del comunismo estatalista.

En nuestros días parecería más necesario que nunca fijar una serie de objetivos para actualizar la visión del anarcoindividualismo, descargándolo de los recelos y prejuicios conducidos por la corriente colectivista en su ofensiva por seguir apropiándose ideológicamente del movimiento anarquista. En primer lugar, en ese rescate de la coherencia anarquista que supone este individualismo —tal como hace notar David Graeber al identificarlo como único defensor de la “cultura horizontal” representativa del anarquismo frente a los “bisagras” colectivistas partidarios todavía de ciertas jerarquías autoritarias de tendencia verticalizante— se hace apremiante la tarea de librarse de las ideas preconcebidas contaminadas por el marxismo en todo lo referente a Stirner y el individualismo libertario. En este sentido, cabe reseñar el desahogo que supone constatar la vitalidad que ha seguido teniendo la obra de Stirner, manifestando la importancia de su obra en la gran influencia que siempre ha despertado entre anarcoindividualistas como Renzo Novatore, Bruno Filippi, Giuseppe Ciancabilla, Albert Libertad y, a través de la obra de Nietzsche [41] en tantos otros filósofos y literatos como Sartre, Albert Camus, Hamsun y Oscar Wilde. En la actualidad Hakim Bey, Bob Black, John Zerzan, Jason McQuinn y Wolfi Landstreicher/Feral Faun/Apio Ludd reconocen ser influidos por la obra de Stirner. Sin embargo, desde las filas del anarquismo clásico, tal apología del individuo sigue despertando oposición del mismo modo que Kropotkin no entendía la superioridad y coherencia de las interrelaciones ni sociales ni económicas entre individuos soberanos como las vemos los anarcoindividualistas, a causa de su propia incapacidad para concebir una sociedad sin estructuras de dependencia, sin comunismo, sin comprender, en suma, la dinámica social de la verdadera anarquía sostenida sobre “la heroica belleza del ‘Yo’ anti-colectivista y creador” [42]. Desde esa posición clásica —vinculada aún a la filosofía aristotélica y el “determinismo social” del enfoque tradicional de las Ciencias Sociales—, se reconoce a la sociedad a la manera de un “ente” a defender por encima de los individuos que la forman para garantizar ideológicamente un cierto modelo social concreto, defendiendo esos valores impuestos a cualquier coste, llegando a sacrificar incluso para ello la vida de las personas.

En segundo lugar, se hace igualmente apremiante el ejercicio crítico contra ciertos prejuicios instalados sobre el individualismo en lo referente a la confusión acerca de los desacuerdos existentes entre el “individualismo liberal” y el “individualismo anarquista” —es decir, entre un “individualismo dominante” frente a un “individualismo armónico”, de acuerdo a la acertada distinción realizada por Ryner condenando esos “egoísmos agresivos y dominantes (…) que extienden la ley brutal de la lucha por la vida a las relaciones entre los hombres” [43]—, perfilando de este modo las matizaciones obligatorias a la afirmación gratuita y superficial de Chomsky cuando sentencia de manera equivocada que “no hay diferencias entre anarquismo y liberalismo clásico”, tan equivocado y desorientado por otra parte como cuando el propio Chomsky, reflexionando sobre la sociedad anarquista, manifiesta que concibe “el anarquismo como una especie de socialismo voluntario, es decir: como un socialismo libertario, o como un anarcosindicalismo, o como un comunismo libertario o anarquismo comunista, según la tradición de Bakunin, Kropotkin y otros” [44]. Existe en este aspecto un amplio margen de estudio no abordado todavía con detalle acerca de la naturaleza del individuo liberal y del individuo anarquista, trabajo que el liberalismo político que va de John Locke a John Rawls pasando por Kant, Tocqueville y Stuart Mill siempre pasó por alto, en oposición a la precisión con la que abordó por su parte Stirner su compleja reflexión sobre el individuo en general y los condicionantes asociados de manera específica para el surgimiento histórico del individuo anarquista. Incluso en la vertiente más extrema del liberalismo en la tradición anglosajona —la corriente libertarian de signo antiestatalista— ese individualismo sigue representando a un individuo incompatible con la idiosincrasia anarquista tal como es explicada por el “individualismo armónico” de Ryner, y es, al contrario, recreador de un “individualismo dominante” que simpatiza con un sistema económico de dominación, que sigue dando cobertura a la explotación del "trabajo asalariado" y no a un trabajo autónomo o cooperativo como potencia creativa y libre autorrealización personal, que sigue dando cobertura a la usura y a la especulación del trabajo ajeno, a la acumulación de capital/bienes y a la propiedad como abuso y no como uso (la propiedad no como derecho de uso y abuso siguiendo el principio de derecho romano del jus utendi et abutendi, sino de acuerdo a la crítica proudhoniana de la propiedad sólo en tanto jus utendi, como recíproco e igual derecho para todos de uso y ocupación, no como "apropiación" exclusiva sino como mera "posesión" contingente), manteniendo en general así en la cobertura de todas esas potencias coercitivas las mismas estructuras económicas capitalistas de opresión pese a su decidida liberación del estatalismo intervencionista y del mercantilismo monopólico y oligopólico. Cuando Josiah Warren aboga por “una sociedad voluntaria organizada alrededor del individuo como unidad básica”, no habla todavía de un individuo anarquista ni de una dinámica social realmente anarquista, para ello es aún preciso que ese individuo esté activamente comprometido en la autoemancipación de todas las relaciones de dominación-sumisión del “estado de naturaleza” hobbesiano y de los automatizados condicionamientos antropológicos de la especie que atentan contra la autonomía real del Único (einzige) y, sobre todo, es preciso que comprendiendo la tesis de la “espectralidad del pensamiento” de Panizza esté dispuesto también a pronunciar en voz alta: “si no destruimos el pensamiento, el pensamiento nos destruye” [45]. En la tradición antiestatalista del liberalismo radical —que el propio Warren inaugura y posteriormente desborda con su particular anarcoindividualismo mutualista, convirtiéndose en el primer anarquista americano [46]— la aparición de ese individuo anarquista es escasa, siendo más bien constatables los ejemplos de los individuos adscritos —pese a otras tangenciales congruencias anarcas como en el caso del propio Tucker— a la lógica final de la sociedad ideal proclamada por su discípulo libertarian Benjamín Tucker, ese tipo de “sociedad por contrato” en la que no resulta rechazable en esencia que un individuo firme un contrato lesivo o autodestructivo para sus intereses o integridad, tolerando e incluso fomentando de esta manera la sumisión voluntaria de cualquier individuo en tanto un ejercicio más de “libertad” y no como signo de opresión exterior. El conjunto de este ámbito de discordancias filosóficas y prácticas entre las diversas tendencias del “individualismo liberal” y el “individualismo anarquista” puede sustanciarse fundamentalmente en relación con los conceptos de “libertad negativa” y “libertad positiva” pertenecientes al pensamiento político de Isaiah Berlin [47], representando la “libertad negativa” de la corriente libertarian anglosajona un pasivo escenario estructural que no es regido por la presencia de coacción, pero en el que en la interrelación de sus individuos sigue reproduciéndose la dominación interpersonal y la falta de autonomía individual. Mientras que en el ejercicio de la “libertad positiva” de la corriente del individualismo anarquista se reproduce un escenario social en el que todo individuo, en el requerimiento del ejercicio comprometido y activo de su autonomía y voluntad de independencia, tiende a eliminar de forma natural todo rastro de coacción tanto estructural como individual. A modo de residuo final, será exclusivamente ese individuo anarquista el único capaz de la adquisición de un verdadero sentido de pertenencia a la “familia humana”, dando la razón a Richard Bach cuando manifiesta que “el vínculo que te une a tu auténtica familia no es de sangre, sino de respeto y de goce mutuo”.

Por último, otro de los objetivos que debería de asumir el individuo anarquista de forma contundente —en su ejercicio activo de la idiosincrasia anarquista como esa defensa radical de la autonomía, la libre asociación voluntaria ajerárquica y la rebelión ante toda coacción o dominación social propia o ajena— es abandonar ese complejo a parecer asocial y descomprometido con el progreso del conjunto de esa ideologizada abstracción llamada “Sociedad” que intenta dar forma reconocible a toda esa anarquía interindividual que se extiende más allá de uno mismo, tal como desliza temeroso Jean Marestan en el cierre de su artículo Mi concepción del individualismo cuando sentencia condicionalmente que defiende el individualismo “en toda su dimensión, donde no se oponga al progreso social, ni a la observación de esas reglas elementales de sociabilidad cuyo beneficio desearíamos para nosotros mismos” [48]. El individualista anarquista, contrario a ese debilitador “complejo social” de Marestan, debe defender su unicidad (einzigkeit) sin condiciones ni asteriscos, sin abogar por ningún vector de unificación ni homologación con el entorno. La virtud de una “sociedad anarquista” que reposa sobre la autonomía y la iniciativa individual de naturaleza anarquista es precisamente que los individuos que la componen, en esa defensa radical de su unicidad, actúan a la vez como “agentes de ruptura” (abriendo siempre nuevos espacios y estímulos vitales) y también como “agentes de corrección” (cuestionando inercias puestas en marcha por individuos o grupos de individuos), es decir, pone en juego a la vez a irreductibles Hakim Beys abriendo nuevas posibilidades existenciales y, en positivo contraequilibrio, a críticos Zerzans cuestionadores de los rumbos priorizados por la acción u omisión del resto de individuos. Contra esos complejos de los que da buena prueba Marestan y esa declaración condicionada acerca de su individualismo debe subrayarse, además, que sólo la anarquía entendida de forma categórica sobre la independencia e iniciativa individual y emancipada de la lógica de cualquier poder soberano o dependencia exterior ajena a la voluntad individual es capaz de maximizar el paradigma de la complejidad de Morin [49], la única capaz de ejecutar de forma satisfactoria la “huelga humana” de Fontaine que “ataca las posiciones económicas, afectivas, sexuales y emocionales en las que el sujeto se encuentra aprisionado” [50], la única capaz de concretar en última instancia una “política no biopolítica” convirtiendo la “nuda vida” en “forma de vida” siguiendo la reflexión de Agamben, “pensando la vida humana como “potencia”, en cuanto “posibilidad de ser y de no ser” y no como dato dado, o como una esencia que haya que actualizar” [51]. Sólo esta anarquía entendida desde las potencias liberadas y entrelazadas de los Únicos (einzige) puede desencadenar en todas sus posibilidades “el ritmo del free jazz, la interferencia de Burroughs, el caos fecundo de Ilya Prigogine, el pánico según Canetti, la revuelta invisible de Alexander Trocchi, la guerrilla difusa de Lawrence de Arabia, la línea de fuga de Deleuze y Guattari, la niebla narrada por Boris Vian” [52]. La anarquía, en resumen, sólo es posible desde el creativo y espontáneo caos interindividual.
Para un anarcoindividualista —como defensor de que la eliminación de toda autoridad sólo puede ser alcanzada afirmando de forma radical la libertad y la autonomía del individuo— todos los enemigos de la voluntad individual son objetivos a combatir [53].

En este sentido encontramos como ejemplo de esa lucha antiautoritaria aquella que se establece contra el trabajo asalariado —en cuanto cadena de dominación— siempre presente en el anarcoindividualismo, pues es prioritario alcanzar la libertad individual por encima de la emancipación colectiva ya que, en contra de lo defendido desde la postura colectivista, la libertad es un valor que ha de experimentarse desde la conciencia individual y no un valor que se propague a partir de un nuevo entramado socioestructural. Como decía al respecto Stirner, “la libertad no puede ser concedida graciosamente tiene que ser conquistada gloriosamente”, representando por tanto ésta un gradiente que se conquista y no se otorga, circunstancia que promueve la potencia de lo proactivo en cuanto responsabilidad individual, y desmiente ese discurso bakuniano de una fantasmagórica “libertad colectiva” a modo de una gracia cuasirreligiosa que transformase de forma automática las almas encadenadas a través de una unción mágica. En nuestros días, incluso algunos anarcosindicalistas se manifiestan abiertamente en contra del trabajo asalariado pese a la insistencia de las reivindicaciones laborales en el juego de infiltración entrista en la política institucional, en ese sostenimiento del envite revolucionario mediante un programa de acción colectiva. Los anarcoindividualistas, en cambio, en su camino hacia la propia emancipación individual siguen apostando por la abolición del trabajo asalariado [54] o el sabotaje de éste cuando su destrucción no sea estratégicamente posible [55], instaurando en sustitución nuevos modelos en los que el concepto “trabajo” sea reemplazado por dinámicas que no sepulten al individuo en cadenas de explotación a la manera del modelo defendido por Bob Black alrededor de los conceptos “del juego y lo lúdico”. El individualismo anarquista —cuando no opta por la vía de la negación del trabajo en la corriente contemplativa del individualismo ataráxico— posee en general en su tradición histórica la adquisición de una nueva concepción del trabajo, autónomo o cooperativo, como esa potencia creativa y libre de autorrealización personal. Un trabajo “libre” como señala Miguel Montoya en su artículo Arte y Anarquismo entendido como creación, puesto que “todos los trabajadores, que somos todos, somos artistas que nos realizamos mediante la poiésis y el ‘pratein’ cotidianos” [56]. Esta revolución en la concepción del trabajo, no como un rol impuesto por el patrón capitalista, sino como una liberación natural de las potencias creativas del individuo conduciría a un tipo de sociedad sin clases donde como indica Herbert Read “el artista no sería un tipo especial de individuo, sinoque cada individuo sería un tipo especial de ‘artista’” [57], destruyendo bajo esta inercia todo sistema de producción coactivo donde la subjetividad y creatividad del individuo quede subyugada y capitidisminuida. Así, el horizonte deseable pasa por la desaparición del “animal laborans”, en tanto esa presencia alienada que trabaja de forma subsidiaria para el sustento de sus necesidades biológicas, incrementando en su ausencia la presencia del autónomo e independiente “homo faber” [58] porque, pese a toda radicalización alrededor de la noción del trabajo, el ser humano estará siempre abocado a ser —salvo que se transforme su propia naturaleza— un productor y un consumidor de artefactos, sensaciones e ideas. La clave será siempre cómo se produce y qué se consume, y bajo qué sistema socioeconómico compatible con el individuo anarquista se desarrolla esa producción y ese consumo.

En el examen de otras luchas como el anarcoecologismo y el anarcofeminismo detectamos igualmente esas luchas antiautoritarias nacidas del ideario individualista y el ejercicio de la conciencia individual anarquista. Pese a ciertas manipulaciones interesadas en estos campos de acción, cabe recordar una vez más por ejemplo que las primeras anarcofeministas como Emma Goldman o Voltairine de Cleyre [59] fundamentaron el núcleo de sus respectivos discursos en los principios de libertad individual, en una defensa radical de la autonomía, la libre asociación y la cooperación voluntaria entre individuos soberanos. El mejor testigo en la contienda de esta vieja querella permanece presente en nuestros días en las pugnas actuales de las corrientes de pensamiento del anarquismo de post-izquierda (post-left anarchism) que ante la sobreidentificación del anarquismo con los dogmas de la izquierda histórica busca —a través de una oportuna crítica de las ideologías—, una completa desideologización del anarquismo, pasando a explorar sin ningún tabú ideológico su diferendo político: la autonomía y la auto-organización entre libres individuos anarquistas en base al temperamento de la idiosincrasia anarquista (autonomía individual, libre asociación ajerárquica y rebelión ante toda coacción o dominación social propia o ajena). La tarea del emerger histórico del post-left anarchism es en consecuencia (pese a esos denodados boicots del anarquismo de los “dinosaurios” enclavados contradictoriamente, de forma estática y dogmática, en la igualación del anarquismo al proceder revolucionario de masas del socialismo decimonónico), el ejercicio de pensar la “sociabilidad” inherente del anarquismo en base a la autonomía individual y las mecánicas sociales específicas entre los mismos individuos y/o entre los “grupos de afinidad” [60].

La lucha anarcoindividualista —al contrario del anarcosindicalismo y del anarcosocialismo que en su sumisión ideológica a los dogmas y contexto socialista decimonónico concibe simplemente al sujeto anarquista restringido a su dimensión laboral y la lógica socioeconómica existente—, está enfocada, en el mayor grado posible de coherencia anarquista, a pensar integralmente todas las coerciones y discriminaciones que operan sobre el individuo, no considerando sólo una única opresión en cuestión —que tal como demuestran muchos anarquismos específicos— acaba materializando una dialéctica de oposición endogámica que finalmente termina perpetuando los mismos roles sociales que pretendían ser combatidos y anulados. La lucha anarcoindividualista se orienta, en definitiva, a suprimir toda forma de opresión que se interponga en el florecimiento del individuo anarquista autónomo y “propietario de sí”, no mediante la reflexión limitada a una coerción aislada sino mediante la reflexión revolucionaria general de un “individuo nuevo” que en su despliegue histórico anule el conjunto de todas las coacciones que operan contra la independencia e integridad del individuo como Estado, educación, moral, religión, trabajo alienante, géneros y cualquier tipo de dogma coercitivo sobre la acción y conciencia individual. Todas las ideas son tomadas, analizadas y sometidas a la crítica antes de asumirlas como propias, y nunca “grabadas en piedra” [61] sólo sustentadas en ese estado líquido de lo que está sometido permanentemente al cuestionamiento de la autocrítica. No hay mitos, no hay fe. Hay un trabajo sin pausa para sacar a la luz a ese individuo único que está sepultado bajo las capas impuestas por la educación y la doma recibidas desde la infancia. Crecer en competencia con uno mismo y en diálogo desacomplejado con el resto de individuos para llegar a ser el “niño” del que habla Nietzsche, ese es el devenir revolucionario de todo individuo anarquista.

Por todo lo expuesto, antes de intentar cuestionar el anarcoindividualismo desde una supuesta posición libertaria sería deseable haber revisado los propios conceptos de libertad y autoritarismo, así como las diferencias incompatibles entre “individualismo liberal” e “individualismo libertario”. Quizá en esa reflexión conjunta sobre los verdaderos fundamentos del individuo anarquista, de la libertad y el autoritarismo, todo anarquista se sentiría necesariamente impelido a denominarse a sí mismo anarcoindividualista y a entonar de modo reflejo aquella máxima individualista stirneriana: “nadie puede encadenar mi voluntad, y yo siempre seré libre de rebelarme”.