En el ámbito escolar la evaluación se suele asociar con el
proceso de examinar y poner nota a los conocimientos de los estudiantes. Quizá
por eso despierta tanto recelo entre muchos alumnos, familias e incluso
docentes, hasta el punto de que no son pocas las voces que abogan por
desterrarla definitivamente de los centros escolares. Lo que muchos desconocen
es que, además de ser un medio para comprobar lo aprendido, la evaluación es un
potente medio para aprender. Considero que no debe de ser punitiva, y
calificada numéricamente, pues lo vuelve traumático para el estudiante. Debe
ser un medio potente para aprender, y hay que explicárselo al estudiante.
A
mediados de la década de los 70, una revisión de la literatura puso de relieve
que el acto de recuperar la información almacenada en la memoria favorece su
aprendizaje (Bjork, 1975). Desde entonces, el efecto de la evaluación (o
“testing effect” en inglés) ha sido objeto de estudio en innumerables ocasiones
y la evidencia recogida hasta el momento apunta de forma consistente en la
misma dirección: evaluar a los alumnos propicia un mejor aprendizaje y recuerdo
posterior de lo aprendido que otras técnicas de estudio más populares (Adesope
y cols., 2017; Bangert y cols., 1991; Phelps, 2012; Roediger y cols, 2006;
Rohrer y cols., 2010). De hecho, en contra de lo que la intuición nos pueda
dictar, el hecho de enfrentarse a una evaluación tiene más beneficios en el
aprendizaje que leer la materia una y otra vez. Y más importante aún, como
veremos a continuación, este resultado es robusto bajo una amplia variedad de
circunstancias.
En
el año 2006, Roediger y colaboradores realizaron una revisión cualitativa sobre
el efecto de la evaluación en el aprendizaje. Los resultados mostraron que los
beneficios de ésta son constantes independientemente del tipo de tarea que se
emplee para ello (por ejemplo, tareas de laboratorio como la asociación de
parejas de estímulos o tareas reales como la redacción de un ensayo o responder
a preguntas de selección múltiple), del tipo de material objeto de estudio (por
ejemplo, listas de palabras o textos) o del contenido y su complejidad. Además,
encontraron que estas ganancias se mantienen constantes tanto en los
laboratorios como en las aulas. Un meta-análisis de estudios realizados
exclusivamente en colegios había alcanzado esta misma conclusión años atrás
(Bangert y cols., 1991). En el año 2012, Phelps realizó una nueva síntesis sobre
el efecto de la evaluación en el rendimiento académico de los alumnos. En esta
ocasión, se incluyeron trabajos cuantitativos y cualitativos realizados entre
1910 y 2010. Una vez más, los resultados mostraron que evaluar mejora el
aprendizaje.
Recientemente,
Adesope y colaboradores (2017) han realizado un meta-análisis sobre el efecto
de la evaluación. Su trabajo de revisión incorpora una serie de mejoras en
relación a los anteriores como, por ejemplo, la inclusión de los estudios más
recientes o el uso de técnicas de análisis más sofisticadas que permiten una
interpretación de los datos más completa y rigurosa. Por todo ello, las
conclusiones a las que llega son especialmente relevantes. En primer lugar, los
resultados confirman que realizar evaluaciones favorece el aprendizaje. Este
efecto es moderado si se compara con otras estrategias de estudio, como la
relectura, y es mucho mayor cuando se compara con no hacer nada. En relación al
formato de las tareas de evaluación empleadas, se observa que el recuerdo
libre, el recuerdo con pistas, las preguntas de selección múltiple y las
preguntas de respuestas cortas son las estrategias que conducen a beneficios
mayores. Por ello, lo más adecuado es que el docente decida en cada caso qué
formato usar en función del tipo de aprendizaje (por ejemplo, preguntas de
selección múltiple para retener hechos y preguntas de respuesta corta para
contenidos más abstractos y conceptuales). Además, los beneficios de
aprendizaje son mayores si el formato de las pruebas finales coincide con el de
las pruebas de repaso y también si se combinan diferentes tipos de tarea
durante ambos tipos de prueba. Este último resultado justifica una vez más el
empleo de diferentes tipos de tarea en función de la materia objeto de
aprendizaje. En relación al feedback, los autores concluyen que los beneficios
de la evaluación son prácticamente iguales tanto si los alumnos reciben
retroalimentación sobre su rendimiento durante las pruebas de repaso como si
no. Y, por tanto, recomiendan la evaluación incluso cuando no existe la opción
de dar feedback. La evaluación es también eficaz independientemente del
intervalo de tiempo que transcurra entre las pruebas de repaso y las finales,
aunque las mejoras son mayores si este lapso de tiempo es de 1 a 6 días que si
es inferior a 1 día. Y también lo es al margen del nivel académico en el que se
encuentren los alumnos. Curiosamente, es preferible que los estudiantes
realicen una única prueba de repaso a que realicen varias. Luego, en principio,
una pequeña inversión de tiempo es suficiente para obtener mejoras. Por último,
al igual que en revisiones previas, este meta-análisis muestra que los efectos
de la evaluación se producen tanto en contextos artificiales como en aulas
reales.
¿Por
qué la evaluación está tan infravalorada en relación a otras estrategias de
aprendizaje como la relectura, tan valorada por muchos estudiantes? La
relectura de un texto puede propiciar un sentido de familiaridad con el mismo
que nos conduce a la falsa sensación de estar aprendiendo (Bjork y cols.,
2011). Sin embargo, este aprendizaje es superficial y se traduce en un
rendimiento pobre a largo plazo (Roediger et al., 2006). Por el contrario, la
evaluación posibilita unas condiciones de aprendizaje que, aunque aparentemente
crean cierta dificultad, permiten un aprendizaje más flexible y duradero. Estas dificultades
deseables, como las ha denominado Bjork (1994), impulsan los procesos de
codificación y recuperación que favorecen el aprendizaje, la comprensión y el
recuerdo. Junto con la dificultad que supone ser evaluado, hay otras razones
que pueden explicar la mala fama de la evaluación. Por un lado, hay voces que
apuntan al estrés que puede causar en los estudiantes una exposición frecuente
a evaluaciones (véase, por ejemplo, Acaso, 2014). Sin entrar en más debate, es
importante recalcar aquí que evaluación no es necesariamente sinónimo ni de
calificación ni de prueba oficial para acceder a estudios superiores. Por otro
lado, algunos críticos también apuntan a que la evaluación puede quitar tiempo
para hacer otras actividades o para usar el material didáctico de una forma más
creativa. Sin embargo, como apuntan Roediger y colaboradores (2006), si los
alumnos no han alcanzado un dominio básico de la materia, difícilmente van a
poder pensar de forma crítica y creativa sobre la misma. Además, como explican
estos autores, hay muchas formas de integrar la práctica de la evaluación en el
aula sin interrumpir la rutina de trabajo habitual.
En
síntesis, la evidencia demuestra de forma robusta que la evaluación es una
herramienta muy valiosa para favorecer el aprendizaje a largo plazo. Los
numerosos estudios que se han hecho muestran además que los beneficios de la
evaluación se mantienen con independencia de la edad y nivel educativo de los
aprendices así como del tipo y complejidad de la materia. A la luz de estos
resultados, y a pesar del creciente número de voces críticas, no hay razón para
que los centros escolares no mantengan o incorporen la evaluación en sus aulas
como práctica habitual, pero para retomar algunas falencias en los aprendizajes,
y no para cuantificarlas y desaprobar. De esto tiene que saberlo el estudiante,
y le perderá pánico y la evaluación será un instrumento más de aprendizaje.