Afirma el filósofo Eduardo Bello: “Y alguien que supo alumbrar en aquel tiempo con la luz de la razón fue el barón D’Holbach, uno de los filósofos más destacados de la Ilustración, aunque quizá menos conocido que sus colegas deístas. Su radicalismo anticlerical, su defensa a ultranza del materialismo ateo y su propuesta de una ética eudemonista suponen una victoria absoluta contra el paradigma del Antiguo Régimen”
La Ilustración o ‘Edad de la
razón’, que podemos situarla a lo largo del siglo XVIII, trajo consigo una
revolución del pensamiento y de las ideas fundamentada en los nuevos
conocimientos científicos y filosóficos que vinieron a cuestionar, sobre todo,
la antigua forma de interpretar el mundo. La religión tradicional, con su
trasnochada visión medieval sustentada en la idea de que la fuente última de la
verdad era la revelación divina expuesta en la Biblia y transmitida por la
Iglesia, se vio seriamente afectada por las desafiantes corrientes
intelectuales y laicistas que se propagaron por toda Europa. “La idea de que, hasta ese momento,
el mundo había vivido en una oscuridad variable, y que había llegado el momento
de despertar de una especie de estupor intelectual, refleja claramente el
optimismo y la arrogancia que caracterizaron el período. Pero fue en esta época,
más que en ninguna otra, cuando empezó a gestarse el mundo moderno en el que
vivimos”, sostiene el filósofo
británico Jonathan Hill. Los postulados de santo Tomás de Aquino y los filósofos escolásticos, que trataron de aunar fe y razón a través de la teología de san Agustín y la ciencia de Aristóteles, quedarían eclipsados por las nuevas ideas surgidas a partir del Renacimiento. Insignes pensadores y científicos como Bacon, Kepler, Descartes, Copérnico, Galileo, Spinoza y Newton influyeron notablemente en el cambio de paradigma que provocó una inevitable quiebra del viejo modelo y una eclosión cultural sin parangón. La ciencia experimental, sobre todo a través de la observación astronómica, puso en entredicho las teorías aristotélicas y, por ende, el sistema tolemaico (Tolomeo sostenía que la Tierra era el centro del universo y que todos los demás cuerpos celestes giraban a su alrededor en órbitas circulares).
británico Jonathan Hill. Los postulados de santo Tomás de Aquino y los filósofos escolásticos, que trataron de aunar fe y razón a través de la teología de san Agustín y la ciencia de Aristóteles, quedarían eclipsados por las nuevas ideas surgidas a partir del Renacimiento. Insignes pensadores y científicos como Bacon, Kepler, Descartes, Copérnico, Galileo, Spinoza y Newton influyeron notablemente en el cambio de paradigma que provocó una inevitable quiebra del viejo modelo y una eclosión cultural sin parangón. La ciencia experimental, sobre todo a través de la observación astronómica, puso en entredicho las teorías aristotélicas y, por ende, el sistema tolemaico (Tolomeo sostenía que la Tierra era el centro del universo y que todos los demás cuerpos celestes giraban a su alrededor en órbitas circulares).
Así
pues, con este radiante horizonte, a pesar de que los nubarrones no se
disiparon del todo (el autoritarismo dogmático y la tiranía de la Iglesia
siguieron vigentes y haciendo de las suyas), surgió una nueva era de esplendor,
que alzó como bandera el célebre lema de Kant: “Sapere aude!”, es decir, “¡Atrévete a saber”, “¡Atrévete a servirte de tu propio
entendimiento!”… Era, pues, conveniente confiar plenamente en la razón y
emanciparse de los prejuicios teológicos y metafísicos. El hombre tenía por fin
que tomar las riendas de su propio destino, que siempre había estado en manos
de ficticios dioses y de la casta sacerdotal. O sea, había que sustituir
cualquier idea de trascendencia por una concepción inmanentista del mundo y
reemplazar el Estado absolutista del Antiguo Régimen por un Estado liberal y
laico. “Contra las tinieblas
religiosas, el oscurantismo teológico, la noche católica, apostólica y romana
que dominaba Europa desde el golpe de Estado de Constantino, un puñado de
pensadores a contracorriente del pensamiento mágico y místico, en las antípodas
de las ficciones, las fábulas y otros recursos mitológicos, aporta antorchas,
candelabros, lámparas y linternas para terminar superando la pequeña y endeble
claridad de la vela”, afirma el filósofo francés Michel Onfray.
El
personaje del que vamos a ocuparnos, Paul-Henri
Thiry, más conocido como el barón D’Holbach,
llegó mucho más lejos que sus colegas filósofos en cuanto a la consolidación
del ateísmo y del materialismo filosófico. Pese a que el establishment filosófico no le ha dado un merecido
reconocimiento (la corriente idealista es la que prevalece), no puede olvidarse
que sus obras, sobre todo Sistema
de la naturaleza, se convirtieron en las más influyentes del movimiento
ilustrado europeo. Su lucha contra el fideísmo, la superstición y el
oscurantismo religioso fue implacable. “Muchos
hombres inmorales atacan la religión porque iba contra sus inclinaciones.
Muchos hombres sabios la despreciaron porque la consideraron ridícula, pero
como ciudadano, la ataco porque me parece dañina para el bienestar del Estado,
hostil frente a la marcha de la mente humana, y opuesta a la moralidad más
sana”, escribió en El
cristianismo al descubierto. Así de contundente solía expresarse. Ni Voltaire, ni Diderot, ni siquiera Hume alcanzan en sus escritos la
radicalidad de su pensamiento. “D’Holbach
simboliza el umbral máximo de radicalismo filosófico del que fue capaz un
sector de la burguesía, en oposición completa al feudalismo”, manifiesta el
historiador Pascal Charbonnat.
Su visión del mundo fue estrictamente materialista y mecanicista, rechazando
todo principio teológico.
A
diferencia de la mayoría de filósofos ilustrados (aunque lucharon ferozmente
contra la intolerancia religiosa, consideraron el ateísmo como algo inmoral),
no dejó ni un pequeño resquicio al deísmo (la creencia racional en un ser
supremo que creó el universo pero que no interfiere en el orden natural e
histórico). Para D’Holbach, el ateo “es
un hombre que destruye quimeras dañinas para el género humano, para hacer
volver a los hombres a la Naturaleza, a la experiencia y a la razón”. Y así
se sentía él. Pero repasemos brevemente su biografía antes de profundizar en su
materialismo ateo y en sus obras subversivas, todas prohibidas, condenadas y
quemadas por los censores eclesiásticos, que se convirtieron en los máximos
adversarios de los filósofos, controlando con lupa sus publicaciones, firmadas
a veces bajo pseudónimo por razones obvias.
UN
FILÓSOFO ENTRE LOS ARISTÓCRATAS
D’Holbach
nació el 8 de diciembre de 1723 en Edesheim, se impregnó de una educación científica que
marcó su época estudiantil. Regresa a París en 1749, donde residirá hasta su
muerte, acaecida el 21 de enero de 1789, meses antes de dar comienzo la
Revolución Francesa (al igual que Diderot, sus restos descansan en una tumba
anónima hallada en la iglesia de Saint-Roch, en el olvido más absoluto. D’Holbach
abordó temas tan diversos como filosofía, física, química, medicina, geología,
mineralogía, metalurgia, etc. También la respaldó económicamente.
Asimismo, entre 1760 y 1780, D’Holbach mantuvo una ardua labor
literaria, redactando y traduciendo las más importantes obras antirreligiosas y
ateístas (también panteístas y deístas) de su época. Además, sus actos
filantrópicos fueron muy destacados. De hecho, declaró: “Soy rico, pero no veo en la
fortuna más que un instrumento para obrar el bien con mayor prontitud y
eficacia”. A su vez, enfatizó su lucha contra los prejuicios religiosos y políticos,
haciendo especial hincapié en la necesidad de exterminar toda superstición,
fuente de constantes temores e injusticias. El hombre inventa potencias
celestiales para mitigar los miedos que nacen de la ignorancia.
Para
fundamentar su materialismo ateo, D’Holbach se basó en el conocimiento
científico y en una visión racional del mundo. “Su bestia negra fueron los
prejuicios de toda clase, religiosos, sociales, éticos y políticos. Su ideal
fue la ciencia, o, mejor dicho, la sustitución de todas las ideas acerca del
universo por la visión del ‘mundo mecánico’ de Newton. Los únicos ‘dioses’ de
D’Holbach fueron, junto con la Ciencia, la Naturaleza y la Razón”, señala
el filósofo José Ferrater.
Para D’Holbach, no hay lugar para lo trascendente. No hay un creador divino ni
providencia alguna. Solo existe la Naturaleza, que es autosuficiente, con sus
leyes inmutables de causas y efectos (nada se produce por azar), y los seres
vivos que formamos parte de ella (sugirió que la moral debería basarse en las
leyes naturales y no en falsos presupuestos sobrenaturales). Más allá del mundo
sensible, de lo inmanente, no hay nada. No existen causas finales ni
intencionalidad en el universo. “Reconozcamos,
pues, que la materia existe por sí misma, que actúa por su propia energía y que
no se aniquilará jamás. Digamos que la materia es eterna y que la Naturaleza ha
estado, está y estará siempre ocupada en producir, destruir, hacer y deshacer,
seguir las leyes que resultan de su existencia necesaria”, aseguró el
filósofo.
EL ‘CLUB HOLBÁQUICO’
D’Holbach
fue, sin duda, el mecenas de los filósofos. Por su mansión parisina, próxima al
Louvre, desfilaron los grandes intelectuales y filósofos del momento: Diderot,
D’Alembert, Voltaire, Rousseau, Buffon, Helvétius, Condillac, Beccaria, Hume, etc. Los encuentros
tenían lugar los jueves y domingos. Además, el elegante salón —provisto de una
extraordinaria biblioteca científica— también lo frecuentaban científicos,
políticos, juristas, literatos, artistas… Rousseau denominó a aquella camarilla
el ‘club holbáquico’, mientras que Diderot la bautizó irónicamente como la
‘sinagoga de los filósofos’. La hospitalidad y la generosidad de D’Holbach
sorprendían gratamente a los invitados, agradecidos siempre por el cordial
ambiente y la exquisitez con que eran tratados por el anfitrión —un marido
modelo, decían— y su complaciente esposa, que siempre estaba presta para que
nada faltara en aquellas tertulias, sobre todo, exquisitos menús, ganándose así
la admiración de los invitados. “Se
solían reunir entre quince y veinte personas amantes de las artes y del
espíritu y se servía un excelente vino y un excelente café en unas reuniones
donde dominaba la simplicidad de maneras y la alegría y que empezaban a las dos
de la tarde y se prolongaban hasta las ocho […] Los teístas y ateos defendían
sus posiciones en casa del barón rodeados por el espíritu de la tolerancia”
En aquellas reuniones, los adalides de la
Ilustración promovieron ideas revolucionarias y nuevas teorías científicas,
poniendo en circulación varias obras clandestinas.
En el fondo, él sí creía en Dios y en una vida post mortem. “He sufrido
demasiado en esta vida para no esperar otra. Todas las sutilezas de la
metafísica no me harán dudar de la inmortalidad del alma ni un solo momento; lo
siento, creo en ella, la quiero, la espero, y la defenderé hasta mi último
aliento”, escribió en una carta dirigida a Voltaire el 18 de agosto de 1756
EL CRISTIANISMO AL DESCUBIERTO
“Es
completamente opuesto a mis principios. Este libro conduce a un ateísmo que
detesto”, declaró Voltaire al referirse a El cristianismo al descubierto,
publicado en 1761. No podía sospechar que fue escrito por su buen amigo
D’Holbach, pues fue atribuida al ‘difunto señor Boulanger‘, otro pseudónimo
empleado por el anfitrión de los filósofos. La obra se difundió de
forma clandestina, pero tuvo una enorme repercusión. Su autor afirmó tajantemente
que las religiones son nocivas para los hombres, pues no tienen la menor
utilidad —destacó el carácter asocial del cristianismo— y encima fomentan la
ignorancia, excluyendo la razón y la experiencia. “La fe prohíbe la
duda y el examen, priva al hombre de la facultad de ejercer su razón y de la
libertad de pensar […] La fe es una virtud inventada por los hombres que temían
las luces de la razón, que quisieron engañar a sus semejantes para someterlos a
su propia autoridad y que trataron de degradarlos con el fin de ejercer su
poder sobre ellos”, sentenció.
D’Holbach se extraña de la falta de conocimientos y de interés
que el devoto tiene sobre su propia religión. Cree por inercia, porque es lo
que le han inculcado desde su niñez por pura tradición. “El medio más
seguro de engañar a los hombres y perpetuar sus prejuicios es engañarlos desde
la infancia”, declara. Pero cuando llega la edad adulta, el creyente no se
molesta en averiguar las razones de su fe ni se pregunta si tienen algún
sentido las creencias que defiende con tanto ahínco: “La mayoría de los hombres sólo
aman su religión por costumbre. Jamás han examinado seriamente las razones que
les ligan a ella, los motivos de su conducta y los fundamentos de sus
opiniones. Lo que les parece más importante fue siempre aquello en lo que más
temieron profundizar. Siguen los caminos que sus padres les han trazado, creen
porque se les ha dicho desde la niñez que se debe creer, esperan porque sus
antepasados han esperado, se estremecen porque sus antecesores se han
estremecido, y casi nunca se han dignado cuestionarse los motivos de su
creencia”, remarca.
Respecto
a la moral cristiana, D’Holbach tiene claro que no es la más aconsejable para
la convivencia pacífica entre los hombres, pues considera que ha sido fuente de
división, furia y crímenes. “Bajo
el pretexto de traer la paz, la religión trajo sólo cólera, odio, discordia y
guerra […] La religión cristiana no posee el derecho de vanagloriarse de los
beneficios que procura a la moral o a la política. Arranquémosle el velo con
que se cubre, remontémonos a su origen, analicemos sus principios, sigámosla en
su camino y encontraremos que, fundada en la impostura, la ignorancia y la
credulidad, no ha sido ni será jamás útil sino para hombres interesados en
engañar al género humano; que nunca cesó de causar los peores males a las
naciones y que, en lugar de la felicidad prometida, sólo sirvió para
embriagarlas de furor, anegarlas en sangre, sumirlas en el delirio y el crimen
y hacerles desconocer sus verdaderos intereses y sus deberes más sagrados”.
Por
otra parte, según D’Holbach, los milagros o prodigios son, en unos casos,
fenómenos naturales cuyos principios y modo de actuar ignoramos, y en otros,
fraudes orquestados por impostores para sacar tajada económica y engañar a
gente ignorante y supersticiosa. Así opina al respecto: “Los milagros han sido inventados
únicamente para enseñar a los hombres cosas imposibles de creer: si se hablara
con sentido común, no habría necesidad de milagros […] Los milagros no prueban
nada, salvo el ingenio y la impostura de quienes pretenden engañar a los
hombres para confirmar las mentiras que les han anunciado y la credulidad
estúpida de aquellos a quienes estos impostores seducen […] Todo hombre que
hace milagros no pretende demostrar verdades sino mentiras […] Decir que Dios
hace milagros es decir que se contradice a sí mismo, que se desdice de las
leyes que él mismo ha prescrito a la naturaleza y que vuelve inútil la razón
humana, de la que es autor. Sólo los impostores pueden decirnos que renunciemos
a la experiencia y rechacemos la razón”.
D’Holbach
concluye que el cristianismo es perjudicial para los hombres, pues es causa de
fanatismo, ignorancia, disensiones, persecuciones, guerras, masacres… No ha
contribuido en absoluto a elevar la moral de los hombres, pues entre sus filas
encontramos gente muy poco virtuosa, sobre todo entre la casta sacerdotal, tan
dada al vicio y a la tiranía. “Si la religión cristiana es, como se
pretende, un freno para los crímenes inconfesables de los hombres y ejerce
efectos saludables sobre ciertos individuos, ¿son comparables estas ventajas
tan extrañas, débiles y dudosas con los males visibles, seguros e inmensos que
esta religión ha sembrado sobre la tierra?”, se pregunta.
“El origen de la infelicidad del hombre es su ignorancia de la
Naturaleza”, afirma D’Holbach al comienzo de
su soberbia obra Sistema de la
Naturaleza, publicada en 1770 (también bajo pseudónimo: M. Mirabaud). En ella desmonta
con sólidos argumentos el mundo de los mitos y de las creencias religiosas y
propone una ética fundamentada en las leyes naturales y en la razón, una vez
emancipada de la teología. Ignorar las causas de los fenómenos naturales lleva
a la gente a creer en Dios, asegura el barón. Una creencia que también se
alimenta de nuestros miedos, como el que tenemos a la muerte. Hay, pues, que
destruir de una vez por todas las “quimeras de la imaginación” inoculadas
durante siglos por la castrante tradición cristiana. “Los hombres siempre se engañarán
abandonando la experiencia para seguir sistemas imaginarios. El hombre es la
obra de la naturaleza: existe en la naturaleza, está sujeto a sus leyes, no
puede librarse de ellas; y no puede ir más allá de ellas ni siquiera con el
pensamiento”, escribe.
La
moral sobrenatural es opuesta a la moral natural. No se puede construir una
moral sana si se abandona la razón y se recurre a ficciones teológicas. La
moral defendida por la religión, o sea, la moral de los dioses, jamás
contribuye a la felicidad de los hombres, sino que los hace desgraciados y
miserables. Eso queda suficientemente subrayado en Sistema de la Naturaleza: “Los hombres han sido durante
demasiado tiempo las víctimas y los juguetes de la moral incierta que la
religión enseña […] La moral sobrenatural no está en absoluto conforme a la
Naturaleza: la combate, quiere aniquilarla, la obliga a desaparecer a la
temible voz de sus dioses […] Ármate, pues, ¡oh hombre!, de una justa
desconfianza contra aquellos que se oponen a los progresos de la razón o que te
insinúan que el examen puede dañar, que la mentira es necesaria, que el error
puede ser útil. Todo el que prohíbe el examen tiene intenciones de engañar”.