Cuando
hace años me adentré en el ámbito de la arqueología alternativa me sorprendió
mucho un tema específico que en principio podría parecer del todo fantástico:
la posibilidad de que se hubieran producido guerras atómicas en tiempos muy
remotos, por no decir míticos. La verdad es que, en comparación con otras
osadas teorías alternativas, este asunto da la impresión de estar completamente
fuera de lugar, a menos que diésemos un revolcón radical a la historia
de la Humanidad.
Así, está
claro que desde una postura convencional académica no cabe hablar de armamento
ni de tecnología nuclear en el Mundo Antiguo o la Prehistoria, pues los
estudios históricos y arqueológicos han dejado muy claro que hace miles de años
la tecnología más avanzada era la metalurgia y que cualquier mención a
tecnologías modernas nos lleva a un callejón sin salida o a un total disparate.
No obstante, ya sabemos que en la historia alternativa hay visiones muy audaces
que ponen de por medio a civilizaciones desaparecidas o a extraterrestres… En
fin, vamos a ver ahora de dónde han surgido estas propuestas y qué credibilidad
nos podrían merecer.
En primer
lugar, hay que hacer notar que no existe una única fuente para esta teoría,
sino tres: 1) los relatos mitológicos de varios pueblos antiguos; 2) las
pruebas o muestras de tipo geológico; y 3) ciertos restos arqueológicos, sobre
todo arquitectónicos. Posiblemente tomando cada una de estas fuentes por
separado no tendríamos más que piezas sueltas e inconexas, con explicaciones
más o menos plausibles. Sin embargo, para los autores alternativos, la
combinación de estos tres elementos ofrece un fundamento más que sólido para
formular seriamente la hipótesis de guerras atómicas muy antiguas, pues
consideran que, si bien ellos no pueden aportar pruebas fehacientes y
definitivas, tampoco el estamento académico ha podido ofrecer soluciones
satisfactorias a ciertas anomalías o hechos que se han pasado por alto.
Si
empezamos por el tema mitológico, sabemos que algunas culturas antiguas
conservaron leyendas o historias de grandes devastaciones causadas por los
“dioses”. No obstante, hay dos ejemplos bastante significativos que han sido
sacados a colación en repetidas ocasiones. Primero podemos citar el conocido Mahabharata
hindú, un compendio de 18 libros o parvasescritos en el primer milenio
antes de Cristo, pero que se refieren a tiempos muy anteriores. Estos textos
contienen narraciones de terribles confrontaciones entre dos clanes, los
Pandavas y los Kauravas, en las cuales no faltan las referencias a máquinas
voladoras (llamadas vimanas) y a varios tipos de armamento destructivo
de increíble potencia. Así pues, algunos autores se han fijado en ciertos
pasajes que parecen extrañamente modernos:
“(Fue) un solo proyectil, cargado con
todo el poder del Universo. Se alzó en todo su esplendor una columna
incandescente de humo y llamas, tan brillante como los mil soles [...] era un
arma desconocida, un rayo de hierro, un enorme mensajero de la muerte que
redujo a cenizas toda la raza de los Vrishnis y los Andhakas [...] Los cuerpos
estaban tan quemados que eran irreconocibles. El pelo y las uñas se
desprendieron, la cerámica se rompió sin causa aparente y los pájaros se
volvieron blancos... después de unas horas todos los alimentos estaban
infectados...”
Por otra
parte, tenemos el relato bíblico de las destrucciones de las ciudades de Sodoma
y Gomorra. Recordemos que Yahveh estaba dispuesto a castigar a los impíos
habitantes de estas ciudades mediante un exterminio total. Eso sí, decidió al
menos salvar a un hombre justo, Lot, junto con su familia. Tras advertirlo
previamente, envió a sus emisarios para sacar a sus protegidos lejos de la
ciudad, en dirección a las montañas, con instrucciones claras de no volver la
vista atrás cuando se desatase su ira sobre los malvados. La familia de Lot
actuó en consecuencia excepto su esposa, que –al girar su rostro hacia la
ciudad– quedó convertida en estatua de sal.
Tomando
como base esta historia, el famoso investigador judío Zecharia Sitchin sacó sus
propias conclusiones a partir de la mezcla del relato bíblico y la mitología
sumeria, en el marco de sus inevitables dioses Anunnaki. Así, Sitchin presentó
una elaborada teoría de guerras entre facciones divinas en la
Antigüedad, que habrían comportado ataques atómicos. En su opinión, el episodio
de la destrucción de Sodoma y Gomorra fue real y tuvo lugar en unos
asentamientos situados al sur del Mar Muerto, e incluso se atrevió a fijar una
cronología para tal hecho: el 2024 a. C. Por supuesto, la destrucción de las
ciudades habría sido el resultado de la explosión de un ingenio nuclear
–lanzado por los dioses– que habría arrasado por completo cualquier rastro de
vida. En cuanto a la muerte de la mujer de Lot, Sitchin creía que la historia
bíblica fue tergiversada o, mejor dicho, mal traducida. De este modo,
consideraba que se vertió mal al hebreo un término de origen sumerio. Para él,
la palabra sumeria nimur se refería tanto a “sal” como a “vapor”; así,
la traducción correcta indicaría que la mujer de Lot se convirtió en realidad
en un pilar de vapor, y no de sal, lo que vendría a decir que se habría
vaporizado por efecto de la explosión. Dejémoslo ahí…
El caso es
que, más allá del mito, algunos autores alternativos han tratado de buscar
pruebas físicas que sustenten la tesis de las guerras atómicas antiguas. Como
ya citamos, existiría un cierto rastro geológico que podría apuntar a
explosiones nucleares hace miles de años. Siguiendo a Sitchin, éste reforzaba
su teoría citando el hecho de que aún en la actualidad los manantiales próximos
al Mar Muerto estaban afectados por la radiactividad. Aparte, Sitchin añadió
más argumentos físicos a una tremenda guerra nuclear en Oriente Medio que
culminó –a su juicio– con la desaparición súbita de la civilización sumeria.
Así, puso como prueba geológica una especie de enorme cicatriz en la Península
del Sinaí observable desde gran altura, y que de hecho ha sido fotografiada por
satélites. En su opinión, esa gran mancha negra que se puede apreciar rodeada
de terrenos blanquecinos sería la “prueba del delito” de una potente
devastación nuclear. Y, en efecto, el suelo de la llanura del Sinaí aparece
lleno de rocas ennegrecidas, sin que exista a día de hoy una explicación
científica sólida sobre la formación natural de tales rocas en su contexto
geológico.
Otros autores,
como Brad Steiger o David H. Childress, han centrado su atención en
determinadas huellas sobre el terreno que podrían tener similitudes con las
dejadas por las diversas explosiones nucleares del siglo XX. Así pues, Steiger,
autor del audaz libro Worlds before our own (1978), tomó como referencia
la capa de vidrio verde fundido que dejó sobre el terreno la primera prueba
atómica y relacionó dichos restos con similares materiales hallados en diversas
regiones del planeta. Las explosiones atómicas, en efecto, habían provocado un
efecto de fusión del silicio de la arena, creando así una capa de pequeñas
esférulas vitrificadas denominadas tectitas. Para los geólogos, empero,
la presencia de estas tectitas en zonas “no nucleares” se debería al choque de
meteoritos sobre la superficie terrestre, dada la enorme cantidad de energía y
calor acumulada en el impacto. Steiger consideraba que esto pudo ser cierto en
algunos casos, pero no en otros donde no hay ningún rastro de impactos de
meteoritos. Según sus investigaciones, hay extensas zonas desérticas en varias
partes del mundo que presentan esta anómala capa de tectitas, como por ejemplo
el desierto del Sahara, el desierto de Gobi, el desierto de Mojave, etc.
David H.
Childress ha seguido la teoría de Steiger sobre las tectitas y ha destacado la
gran pureza en sílice (de hasta un 98%) de un vidrio verde amarillento
procedente del desierto libio –llamado técnicamente LDG o Libyan Desert
Glass– y que ya fue utilizado por los antiguos egipcios para elaborar joyas.
Según los datos del científico John O’Keefe, citado por Childress, el origen de
este vidrio tan puro difícilmente se encontraría en meteoritos procedentes de
la Luna, sino más bien en la propia Tierra[3]. Por otro lado, Childress ha recuperado las alusiones
mitológicas del Mahabharata y ha sacado a la palestra el tema del gran cráter
de Lonar, en la India. Se trata de un cráter casi circular de más 2 km. de
diámetro, cuya antigüedad se remonta a por lo menos 50.000 años. En este cráter
relativamente reciente no se han encontrado restos de partículas de meteoritos,
pero sí indicios de un gran impacto y de un enorme calor en forma de esférulas
de vidrio de basalto, lo cual dejaría una puerta abierta a todo tipo de
especulaciones sobre su origen. En opinión del autor, retomando la hipótesis
del consultor de la NASA Pat Frank, los cráteres sin aparente rastro cósmico
podrían ser cicatrices de antiguas explosiones nucleares.
Y sin
movernos de la India, el fallecido investigador belga Philip Coppens mencionó
en un artículo de su página web que –según diversas fuentes– en el Rajasthan se
habría encontrado un estrato de ceniza radiactiva que cubría un área de cerca
de 5 km.2, al oeste de la población de Jodhpur. Dicha radiactividad parecía
repercutir en una alta tasa de defectos de nacimientos y de cáncer entre la
población, lo que provocó que el gobierno acordonara la zona. Posteriormente,
se descubrieron allí los restos de una ciudad enterrada, con hipotéticas
pruebas de una explosión nuclear que habría tenido lugar en época prehistórica.
Sin embargo, Coppens fue cauteloso a la hora de dar credibilidad a esta
historia, y de hecho comprobó que muchos datos carecían de fuente fidedigna.
Además, en las mismas regiones donde se localizaba la supuesta evidencia
nuclear del pasado se podían observar las trazas de la negligencia moderna,
esto es, contaminación producida por una seguridad defectuosa en una central nuclear.
Coppens acababa por sugerir que tal vez el tema de una presunta radiactividad
antigua podría ser una especie de cortina de humo para tapar problemas
recientes.
Finalmente,
nos queda por revisar el tercer pilar de la teoría atómica antigua, que no es
otro que la propia arqueología. Según el ya citado Brad Steiger, aparte de las
tectitas, resulta muy intrigante la presencia de antiguos fuertes en diversas
partes del mundo (Islas Británicas, Oriente Medio, la India, Norteamérica,
Sudamérica…) cuyos muros de piedra están vitrificados total o parcialmente,
cosa que podría indicar que estuvieron sometidos a altísimas temperaturas.
Incluso en el conocido yacimiento neolítico de Çatal Huyuk (Turquía) se habían
hallado ladrillos de arcilla fundidos ante la supuesta exposición a una enorme
fuente de calor. David H. Childress recogía aquí también el guante, pero no
creía que tal efecto de vitrificación se debiera a explosiones nucleares de
origen alienígena, sino al resultado de ataques con armas muy avanzadas de
naturaleza química –de tipo “cañones de plasma”– empleadas por civilizaciones
humanas desaparecidas como la Atlántida. Bueno, por especular que no quede…
Aparte de
esto, Childress –al igual que Sitchin– creía que las aniquilaciones de Sodoma y
Gomorra fueron de naturaleza atómica y no geológica, pues las exploraciones
geológicas modernas no apoyan una destrucción por vulcanismo o actividad
sísmica hace unos miles de años, ni tampoco en la zona donde supuestamente se
ubicaban ambas ciudades, lo cual deja anulado el contexto geográfico y temporal
bíblico. Frente a esto, Childress ponía como prueba algunas exploraciones
subacuáticas del Mar Muerto, que indicarían la posibilidad de que los restos de
las dos ciudades estuviesen en el fondo de dicho mar, cubiertos bajo una gruesa
capa de sal. De hecho, tomando como guía las explosiones de Hiroshima y
Nagasaki, se pudo detectar allí la presencia de ciertas sustancias salinas
derivadas de cambios químicos tras el impacto atómico. Childress citaba al
experto L. M. Lewis para afirmar que la gran cantidad de sal del lugar, de
haber sido sal común, debería haber sido eliminada por las lluvias a lo largo
de los siglos, pero que no era el caso. Ello empujaba a pensar que más bien la
sal, acumulada en formaciones a modo de pilares, habría sido un subproducto de
una explosión atómica en tiempos remotos. Y aquí volveríamos a la historia de
la mujer de Lot, convertida en un “pilar de sal”...
Ruinas de
Mohenjo-Daro (Pakistán)Ahora bien, uno de los casos más citados y discutidos –y
a la vez el más confuso– en la cuestión de las guerras atómicas del pasado es,
sin duda, el yacimiento pakistaní de Mohenjo-Daro, que literalmente significa
“montículo de la muerte”. Se trata de una avanzada ciudad de la civilización
del Valle del Indo –que floreció aproximadamente entre el 2500 y el 1500 a. C.–
y que fue descubierta en el siglo XIX, aunque no se empezó a excavar hasta
1922, a cargo del arqueólogo británico John Marshall. En su época de esplendor
se calcula que tuvo más de 30.000 habitantes, con notables construcciones de
diverso tipo. Estaba rodeada de una muralla de ladrillo y se dividía en dos
zonas: una ciudadela superior y una ciudad baja. Sobre los motivos de su
destrucción y abandono, que ocurrió hacia el 1700 a. C., no hay una teoría
predominante. Se habla de sequías, terremotos, inundaciones, e incluso de
ataques por parte de otras culturas, pero no existe una completa certeza al
respecto. Una de las hipótesis más aceptadas es que el cambio del curso del río
Indo propició el abandono de la ciudad.
El caso es
que un investigador independiente inglés llamado David W. Davenport se interesó
por este yacimiento y realizó allí una serie de estudios sobre el terreno
durante doce años. Pues bien, según Davenport, la destrucción de la ciudad tuvo
lugar hacia el 2000 a. C. y se debió a una súbita explosión atómica. Sus
conclusiones se basaron en la identificación de un cierto epicentro de la
explosión; en esa zona, de unos 45 metros de diámetro, todos los materiales
estaban cristalizados, fundidos o derretidos, y las piedras ennegrecidas. Al
alejarse progresivamente de dicho epicentro se apreciaba que los ladrillos
estaban fundidos por un lado a causa de la supuesta onda expansiva. Además, a
petición de David Davenport, unos investigadores italianos del CNR (Consiglio
Nazionale delle Ricerche) confirmaron que una destrucción tan descomunal
sólo se explicaría por una exposición a temperaturas del orden de los 1.500º C.
A ese dato se debía añadir un estudio de unos científicos rusos según el cual
el nivel de radiactividad de los escasos esqueletos hallados en la zona sería
de hasta 50 veces superior al normal.
Davenport
echó mano de la mitología védica que ya hemos citado e incluso de los
extraterrestres, mezclando arios, mongoles y alienígenas en una guerra sin
cuartel que dio como resultado la ruina completa de la ciudad tras un desastre
nuclear. Así, Davenport publicó en 1979 un libro junto con el periodista
italiano Ettore Vincenti (2000 a.C.: Distruzione atomica, en
italiano) en que exponía esta teoría, pero esta obra no tuvo ninguna
repercusión en la esfera científica, lo que no es de extrañar, al estar
enfocada desde la teoría de los antiguos astronautas. De hecho, los habituales
escépticos más activos de Internet, como Jason Colavito, consideran que esta
investigación es pura pseudociencia.
Dicho todo
esto, y dejando a un lado la interpretación altamente herética del investigador
inglés, lo cierto es que –al documentar mi libro La historia imperfecta–
estuve cierto tiempo buscando información adicional para poder contrastar los
datos aportados y prácticamente no encontré nada sobre Davenport que no fueran
unas mismas y escasas fuentes en Internet, sin otras referencias externas o
confirmaciones de otro tipo. Así pues, hasta qué punto estas observaciones
tienen validez o pueden leerse de otra manera, soy incapaz de valorarlo. Todo
resulta demasiado opaco y confuso como para poder abordarlo con rigor. Por lo
demás, parece que algunas personas que han tratado de validar la historia de
Davenport no han llegado a ninguna parte o la han desmentido. Entre éstas, cabe
citar al periodista italiano Enrico Baccarini que en 2013 se desplazó a
Mohenjo-Daro y se encontró con graves lagunas e incoherencias en el relato del
investigador inglés. Además, tampoco pudo corroborar los datos de
radioactividad alegados tras haber encargado analizar unas muestras extraídas
del yacimiento.
Para
cerrar este tema, quisiera aportar unas breves reflexiones. En primer lugar, es
evidente que la mitología puede ser muy sugerente, incluso desconcertante, pero
difícilmente puede aportarse como prueba a no ser que aparezcan datos
históricos o arqueológicos fiables que apoyen de algún modo la literalidad de
los relatos legendarios. Como casi siempre, detrás del mito suele haber un
atisbo de realidad, pero en este caso se nos hace muy difícil convertirlo en
“historia real”. Ciertamente es posible que hubieran existido grandes
destrucciones en el Mundo Antiguo, pero muy posiblemente se debieron a factores
naturales (terremotos, vulcanismo, inundaciones, impactos de meteoritos,
catástrofes cósmicas, etc.) o a factores humanos (incendios o efectos de las guerras).
Ello no obsta que los antiguos pudieran disponer de avanzadas tecnologías que
hoy nos son desconocidas, como ya he apuntado a menudo en este blog, pero la
tesis atómica me parece bastante floja en comparación con otros saberes o
tecnologías perdidas.
En segundo
lugar, el hecho de situar los supuestos conflictos atómicos en la Historia
Antigua resulta muy forzado, pues tenemos un contexto histórico y arqueológico
que no permite sospechar que en esa época existiera un mundo paralelo altamente
tecnificado (a menos que estuviera muy oculto o que no perteneciera a este
planeta). Así, si tuviera que hacer un esfuerzo especulativo por creer en
guerras atómicas pasadas, no las situaría tan cerca en el tiempo, sino más bien
hace cientos de miles o millones de años, en un contexto de humanidades
anteriores a la nuestra. Por tanto, aplicando la navaja de Occam, hemos de
tender a la explicación más simple para justificar las destrucciones de
ciudades en la Antigüedad y no caer en la tentación de buscar lo más fantástico
o sensacionalista. Si sabemos que en esas épocas los armamentos se reducían a
espadas, lanzas, flechas, carros, caballos, elefantes, etc. sacar al primer
plano destrucciones causadas por ingenios nucleares supone lanzar un órdago
digno de la teoría de los antiguos astronautas más radical. Pero ya sabemos que
especular es muy fácil; probar sólidamente es bastante más difícil.
Muestra de
LDG (Libyan Desert Glass) Finalmente, no soy un experto en cuestiones
geológicas, pero creo que es aquí donde los defensores de las guerras nucleares
antiguas podrían tener algún espacio por explorar. El tema de las tectitas –así
como el de ciertos paisajes desolados– llama mucho la atención, pero se
deberían hacer más esfuerzos para determinar su origen exacto y su cronología
aproximada, a fin de establecer qué factores naturales están detrás de este
fenómeno, sobre todo si se llegase a descartar el tema de los meteoritos. Y si,
por el momento, las explicaciones “naturales” no resultan satisfactorias, se
deben seguir buscando pistas y planteando hipótesis, como aún se hace a día de
hoy para desentrañar lo que ocurrió exactamente en el evento de Tunguska hace
poco más de un siglo.
Concluyendo,
la historia alternativa está bajo el constante escrutinio de escépticos y académicos
y cualquier salida de tono es aprovechada para desacreditar todas las
investigaciones heterodoxas que retan al paradigma. En este sentido, considero
que el asunto de guerras atómicas en un pasado remoto tiene todavía mucho
camino por recorrer para ser creíble. Lanzarse a la piscina, falsear datos,
apostar por el sensacionalismo o elucubrar con extraterrestres no ayuda
precisamente a despejar incógnitas sino a desprestigiar cualquier intento de
abordar seriamente este insólito tema. Ya saben los lectores que tengo la mente
abierta a todas las posibilidades y teorías, pero hay que ser muy cautos en
aquellas cuestiones que más frontalmente chocan con el paradigma, porque los
académicos suelen aplicar aquella máxima tramposa de que “las afirmaciones extraordinarias
requieren de pruebas extraordinarias”